En Trinidad cualquiera puede recitar la fórmula de memoria: dos onzas de aguardiente de caña, dos cucharadas de miel de abeja, otra de jugo de limón y unos trocitos de hielo. Así de fácil se elabora la canchánchara, la bebida por la que preguntan los miles de forasteros llegados a la ciudad, a la mayoría de los cuales muchas veces se les enreda la lengua de solo pronunciar su complicado nombre.
Los trinitarios no esconden el know how para la elaboración del trago, e incluso lo promocionan hasta en las mismas paredes de la casa de igual nombre, perteneciente al grupo extrahotelero Palmares, del Ministerio del Turismo, pero advierten –eso sí– que su preparado es único en el mundo.
Existe consenso en que la canchánchara no tiene sus orígenes en bares, cantinas u otros sitios de recreo, sino en la manigua decimonónica, donde los luchadores cubanos dieron vida a la infusión energizante tal vez para ahuyentar el frío, las dolencias respiratorias o hasta la soledad del campamento.
La bebida al parecer surgió en el oriente del país y en un inicio se tomaba caliente, como trago tonificante, que ahora ha derivado en un brebaje más suave y placentero no solo por el entorno turístico en que se consume, sino por la incorporación del hielo que le añade cualidades refrescantes.
Por lo general, a la casona de la calle Real del Jigüe los turistas no llegan a lo que se dice «emborracharse» con la canchánchara, pero con el favor del tiempo y la promoción, el trago se ha convertido en un valor añadido del producto trinitario, una suerte de oferta exclusiva que no puede faltar en la agenda del viajero, tanto que en un año la unidad puede recibir perfectamente cientos de miles de visitantes.
En la antigua residencia del acaudalado Don Nicolás Vélez hoy laboran apenas unos ocho trabajadores en tres turnos, en los que por lo general no falta la música en vivo y se cruzan turistas extranjeros y nacionales que no quieren perderse esta singularidad trinitaria.
El proyecto tuvo sus orígenes en los años 80 del siglo pasado en forma de cafetería bohemia, que incluía en su menú infusiones, café, té, agualoja y por supuesto la canchánchara, la susodicha bebida que ha sobrevivido gracias a la rica tradición oral cubana.
Pero si original fue la idea de revivir el trago mambí, no menos lo fue identificar la manera de ofertarlo a los consumidores, un asunto en el que se unieron intelectuales de la talla del museólogo Víctor Echenagusía y la investigadora Teresita Algelbello con los ceramistas más renombrados de la ciudad.
Como ofrecer la bebida en jícaras ordinarias, hechas de las llamadas güiras cimarronas –tal y como lo hacían los combatientes cubanos en la manigua– resultaba antihigiénico y poco realista a escala comercial, los trinitarios apelaron a la tradición alfarera para responder al imponderable, una iniciativa de la cual nació el cuenco barrigón que hoy se conoce en medio mundo.
«Víctor y Teresita llegaron con los dibujos; el diseño y la realización fueron de conjunto, al principio las piezas eran más largas, después más redondas; luego probamos con el engobe interior, el borde liso. Analizamos la estética, la funcionalidad… hasta dar con lo más cercano a lo perfecto», recordaba recientemente Chichi Santander, uno de los artesanos más reconocidos en la comarca y artífice del recipiente.
«¿Quién nos iba a decir que algo tan pequeño y sencillo se convertiría en símbolo?», comentaba Víctor Echenagusía a la prensa, al recordar sus primeros pasos en el noble empeño de impregnarle una dimensión cultural a la calidad de los servicios en el centro histórico de la ciudad, cuando todavía la Unesco no lo había distinguido como Patrimonio Cultural de la Humanidad ni miles de viajeros merodeaban a diario por sus callejones empedrados.
El boom ha sido tal que Chichi Santander ha tenido que destinar uno de sus hornos exclusivamente a fabricar las vasijas en que se toma la canchánchara, muchas de las cuales «se suben» cándidamente al equipaje de los turistas como si formaran parte de un paquete «todo incluido» y atraviesan el Atlántico en un viaje sin regreso.
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