La causa 37 abierta contra los acusados de tomar parte en el ataque al Cuartel Moncada, el 26 de julio de 1953, comenzó su primera vista el lunes 21 de septiembre de ese propio año, en el Palacio de Justicia de Santiago de Cuba. Fueron 102 las personas juzgadas, de las cuales 29 recibieron condenas de entre siete meses y 13 años de prisión, a cumplir en el tristemente célebre Presidio Modelo, en Isla de Pinos.
Fidel Castro, principal encartado, asistió a las dos sesiones iniciales. En la primera, luego de ser autorizado para oficiar como abogado defensor, interrogó no solo a sus compañeros, sino también a uniformados, peritos y testigos solicitados por él. Su verbo fogoso hizo trizas las mentiras divulgadas por el régimen y develó que el autor intelectual del asalto a la fortaleza militar había sido José Martí.
El segundo día continuó denunciando los crímenes y torturas perpetrados contra sus compañeros. Sus palabras provocaron tal susto que lo retiraron de la sala. «Hubo una orden, incluso, de asesinarlo si fuera necesario, aplicándole la ley de fuga, pero en la cárcel no pudo realizarse ese crimen y se determinó que un médico certificara que el acusado Fidel Castro estaba enfermo y no podía concurrir a las sesiones siguientes», dice en un libro la periodista Martha Rojas.
Pero el momento cumbre estaba por llegar. En efecto, el 16 de octubre fue llevado a un pequeño local del hospital civil santiaguero, donde transcurrió su juicio. Fidel asumió su propia defensa y, durante dos horas, convertido de acusado en acusador, reveló con energía los crímenes de la soldadesca batistiana contra los asaltantes, algunos de los cuales fueron asesinados una vez hechos prisioneros. También relató crudamente los males que padecía la Cuba de entonces.
Convencido de lo que vendría al final del proceso, dijo con bravura: «Sé que la cárcel será dura como no la ha sido nunca para nadie, preñada de amenazas, de ruin y cobarde ensañamiento, pero no la temo, como no temo la furia del tirano miserable que arrancó la vida a 70 hermanos míos».
El fallo del tribunal lo condenó a 15 años de prisión.
Itinerario de un texto histórico
Cuando llegó al Presidio Modelo, Fidel se propuso reconstruir su alegato, pues, amén de que casi todo lo que dijo entonces fue improvisado, los papeles originales con las notas correspondientes quedaron en la celda oriental donde estuvo recluido durante 76 días y nunca fueron recuperados.
Para tan compleja y paciente tarea se inventó un método capaz de burlar la censura de la cárcel: utilizar zumo de limón a guisa de tinta. Tal recurso posibilitaba que el texto escrito con letra minúscula sobre una delgada hoja de papel cebolla no fuera visible hasta tanto no se le pasara por encima una plancha caliente. Así, durante meses, fue sacando por fragmentos al exterior —entre las líneas de una carta familiar o dentro de una caja de fósforos— la versión.
Las encargadas de develar y reproducir clandestinamente el documento fueron Haydée Santamaría, Lidia Castro y Melba Hernández. Finalmente, quedó listo en junio de 1954, con el título de La historia me absolverá. En una de sus misivas, Fidel les pidió distribuir en cuatro meses no menos de 100 000 ejemplares. «Ahí está contenido el programa y la ideología nuestra, sin lo cual no es posible pensar en nada grande», les dijo. Y también: «No se puede abandonar ni un momento la propaganda porque es el alma de toda la lucha».
Lamentablemente, aquellos singulares mensajes también se perdieron. Según le contó Enma Castro —hermana de Fidel— a la periodista Katiuska Blanco, para su libro Fidel Castro Ruz. Guerrillero del tiempo. Conversaciones con el líder histórico de la Revolución Cubana, ella los tuvo escondidos dentro de un libro de música en la escuela religiosa donde estudiaba por entonces. Cierto día, una trabajadora los encontró por azar y se los llevó para su casa. Pero una requisa policial por las cercanías la alarmó tanto que decidió quemarlos.
En 1955, cuando Fidel y sus compañeros fueron liberados producto de la presión popular, La historia me absolverá fue publicada en la ciudad norteamericana de Nueva York. A esa edición le sucedieron otras muchas en diferentes países e idiomas. Con el tiempo, el texto devino documento raigal e imprescindible de la historia cubana del siglo XX.
¿Qué dice la historia me absolverá?
Además de sus valores como pieza oratoria de excelencia, el alegato de Fidel en el juicio por el ataque al Moncada puso al desnudo los principales problemas que aquejaban a la sufrida Cuba de la época: la tierra, la industrialización, la vivienda, el desempleo, la educación y la salud.
El joven revolucionario les hizo saber a sus jueces que el 85 por ciento de los pequeños agricultores cubanos pagaba rentas por sus parcelas, además de vivir con el perenne sobresalto del desalojo. «Más de la mitad de las mejores tierras de producción cultivadas está en manos extranjeras», dijo.
También hizo referencias a que, excepto algunas industrias alimenticias, madereras y textiles, nuestro país era en aquel entonces una especie de factoría productora de materia prima. «Se exporta azúcar para importar caramelos, se exportan cueros para importar zapatos, se exporta hierro para importar arados», ejemplificó la tamaña falta de industrialización.
Cuando abordó el problema de la vivienda, los datos que ofreció fueron espeluznantes: 200 000 bohíos y chozas; 400 000 familias del campo y la ciudad hacinadas en barracones, solares y cuarterías carentes de higiene; dos millones de la población urbana pagando alquileres; y casi tres millones del sector rural y suburbano sin acceso a la electricidad.
Sobre el desempleo, denunció que en el país alrededor de un millón de personas carecían de trabajo entre los meses de mayo a diciembre. Y concluyó que, con tal panorama, se podía explicar que Cuba, con una población de cinco millones y medio de habitantes, tuviera más desocupados que Francia e Italia con una población de más de 40 millones cada una.
La educación consumió parte de su alegato. Fidel dijo que su situación se correspondía con la del calamitoso estado del país. «A las escuelitas públicas del campo asisten descalzos, semidesnudos y desnutridos, menos de la mitad de los niños en edad escolar y muchas veces es el maestro quien tiene que adquirir con su propio sueldo el material necesario. ¿Es así como puede hacerse una patria grande?», preguntó, airado.
Y sobre el drama de la salud, pintó el dramático lienzo de la realidad nacional: el 90 por ciento de los niños campesinos padecía de parasitismo y crecía raquítico; el acceso a los hospitales solo era posible con la recomendación de algún magnate que les exigiría sus votos a los menesterosos; por causa del citado desempleo se hacía difícil adquirir medicinas…
En La historia me absolverá, Fidel ofreció soluciones para toda esa tragedia, a partir de programas sociales que la Revolución desarrollaría cuando accediera al poder:
«Un gobierno revolucionario con el respaldo del pueblo y el respeto de la nación, después de limpiar las instituciones de funcionarios venales y corrompidos, procedería inmediatamente a industrializar el país», expresó en su célebre alegato.
Y también:
«Un gobierno revolucionario, después de asentar sobre sus parcelas con carácter de dueños a los cien mil agricultores pequeños que hoy pagan rentas, procedería a concluir definitivamente el problema de la tierra».
Y luego:
«Un gobierno revolucionario resolvería el problema de la vivienda rebajando el 50 por ciento de los alquileres, eximiendo de toda contribución a las casas habitadas por sus propios dueños (…), demoliendo las infernales cuarterías para levantar en su lugar edificios modernos (…) y financiando la construcción de viviendas en toda la Isla en escala nunca vista (…) Hay piedra suficiente y brazos de sobra para hacerle a cada familia cubana una vivienda decorosa».
Y después:
«Un gobierno revolucionario procedería a la reforma integral de nuestra enseñanza (…) para preparar a las generaciones que están llamadas a vivir en una patria más feliz. No se olviden las palabras del Apóstol: “Se está cometiendo en América Latina un error gravísimo: en pueblos que viven casi por completo de los productos del campo, se educa exclusivamente para la vida urbana y no se les prepara para la campesina” (…) «Un pueblo instruido será siempre fuerte y libre”».
Aquel alegato histórico cumple hoy, 16 de octubre, 65 años de pronunciado, y el programa social con el que soñó su autor se cumplió con creces en Cuba a partir de 1959. Las palabras finales con la que terminó su discurso de autodefensa fueron premonitorias: «Condenadme, no importa, la historia me absolverá». Y, efectivamente, la historia lo absolvió.
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Debe ser el vademecum de los estudiantes cubanos de Derecho.