“Yo no vi el camión hasta que me fue para arriba. Lo único que vi fue una luz inmensa que venía para arriba de mí”, rememora ahora, como quien quisiera olvidar, José Damián Hernández Fonte, el chofer de la guagua Transtur accidentada, en Cabaiguán, el pasado lunes.
Aún acostado allí, en la cama 19 de la sala de Ortopedia del Hospital General Provincial Camilo Cienfuegos, donde se siente a salvo, no ha podido desprenderse de la incandescencia.
“Por mucho que traté de tirarme hacia abajo no me dio tiempo a zafarme del camión. En el poco tiempo que tuve no pensé más nada que en separar la guagua lo más posible del camión sin dejar de tener en cuenta que cualquier decisión que hubiese podido tomar hubiese podido poner en peligro la vida de mis compañeros”.
Y en ráfaga llegan, caprichosos, los recuerdos que no se apartan ni cuando duerme: la tirada ex profeso hacia el pasillo de la guagua para huirle a aquella mole de hierro que se le venía encima y el pie izquierdo enterrado bajo el cloche, sin remedio; los compañeros intentando salir en estampida; los vidrios todos y el hombre aquel que se quedó a su lado para ponerle una toalla en la cabeza e intentar contener la sangre.
“Estuve consciente todo el tiempo. Leonel, el cirujano que me atendió desde ese mismo momento, me prestó los primeros auxilios, llamó enseguida a las ambulancias y a los bomberos, me hizo el torniquete en la pierna con mi corbata, porque yo estaba atrapado”.
Fueron horas de batallar con los dolores todos, con las zozobras de si podían separar aquel pedazo de camión incrustado en la guagua, con la preocupación de mantener a salvo hasta los documentos del ómnibus —“Soy muy organizado, esos papeles hablan de mi trabajo”, me aclara—, con los temores, tan humanos, de si salía con vida.
“Vi el pie desbaratado y no hubiera querido ver eso —confiesa—. Había botado mucha sangre y llegó el momento en que lo único que tenía era mucho, mucho frío. Temblaba y temblaba. Lograron sacar el asiento pero no podían sacarme a mí. Hasta que llegaron los rescatistas con la bomba hidráulica, pero no podían sacarme por la puerta y lo lograron hacer por la ventanilla”.
Lo demás fue el zumbido incontenible de la ambulancia y la llegada a un hospital donde lo aguardaba desde antes un enjambre de batas blancas.
“Todo fue muy rápido. Cuando llegué fue una atención espectacular. Me hicieron la pleurotomía, la tomografía, me entraron al salón… No me he podido quejar, los médicos me han dado mucha confianza y no tengo cómo agradecerle a Sancti Spíritus, al Hospital y a mis compañeros y a los de la Empresa Eléctrica que han tenido una atención como si fuera parte de su familia”.
Acostado en aquella cama de hospital, quien lo ve solo advierte una costura verduzca en la frente, unos puntos rojizos y dispersos por la cara y los brazos, una especie de D que un rasguño azaroso ha dejado tatuado en el antebrazo derecho —y lo descubre la tía para recalcar que es tan solo una señal de Dios para advertirle que nunca lo ha abandonado—, y una sábana florida que cubre pudorosamente la amputación de parte de su pierna izquierda. No son las únicas cicatrices.
“Mis compañeros vienen y me alientan y me dicen que voy a poder volver a manejar; es muy poco tiempo, esa impresión no puedo quitarla de mi cabeza. Lo primero es que tengo vida y que puedo disfrutarla con mi familia”.
Por eso el próximo lunes 26 de marzo cuando los hijos, la esposa y la familia toda y los amigos invadan el hospital espirituano, como ya han anunciado, para festejarle el cumpleaños 42 a José Damián, se me antoja pensar que hará tan solo una semana que volvió a nacer.
(Publicado originalmente en Contrapunto digital, blog de la autora)
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