Cuando la humilde ama de casa Luz Orellana acudió a la Jefatura de Policía en Sancti Spíritus el 9 de abril de 1958 y vio a su hijo Heriberto Felipe Orellana Orellana molido por los golpes y lleno de lesiones, su corazón de madre se oprimió hasta casi estallarle en el pecho.
Sin ella saberlo, le habían hecho “el favor” de dejárselo ver por última vez y en aquel estado lamentable, casi sin poderse tener en pie, como para que se llevara en el recuerdo la imagen martirizada de su vástago, que desde entonces la acompañaría para siempre. Cuando Luz salió de aquel antro ubicado entonces en la calle principal de la ciudad, sus escasas luces de analfabeta no le alcanzaron para ver la gravedad del abismo que se abría en ese instante ante ella y su atribulada familia.
Quizá pensó entonces en aquella jornada del 9 de noviembre 34 años atrás, cuando a su prole vino a sumarse Heriberto, un niño inquieto y vivaracho que alegraba la casa con sus juegos y ocurrencias hasta que empezó a asistir a la escuela, la que, aunque lo motivaba, tuvo que dejar cuando cursaba el sexto grado para ayudar a su padre en labores agrícolas y escogidas. Así se le escabulló el tiempo hasta la mayoría de edad, cuando en La Aurora, entonces término de municipal de Guayos, fue secretario del Gremio de Escogedores de Tabaco.
Pero sobreviene el 10 de marzo de 1952 y un oscuro sargento taquígrafo devenido coronel y luego general, y luego presidente, y luego ex, y siempre ambicioso, de nombre Fulgencio Batista, dio un golpe de estado que echó por tierra la autoridad legalmente constituida e implantó en Cuba un régimen criminal y, si se quiere, más ladrón que el que derribó.
Heriberto no pudo soportar tanta infamia y comenzó sus actividades contra el tirano hasta el punto de planificar con otro compañero hacerle un atentado al dictador aprovechando una anunciada visita a Sancti Spíritus que no se concretó en fecha. Ello no le impidió desplegar sabotajes contra la infraestructura, como el corte de los tendidos eléctrico y telefónico, la quema de cañas y el riego de tachuelas en las calles, entre otros.
En diciembre de 1956, exaltado por los abusos del régimen y en ocasión de cumplirse el aniversario 60 de la caída en combate de Antonio Maceo y su ayudante, Panchito Gómez Toro, Heriberto se pronuncia en armas contra el régimen junto a un grupo de sus compañeros, pero a poco son hechos prisioneros por las autoridades y puestos en libertad posteriormente.
Sabiendo que lo perseguían para darle muerte, el joven se trasladó a Guasimal y de allí a La Habana, donde continúa la lucha clandestina contra el régimen de facto. Pero, confiado quizá por el año y dos meses transcurridos, cometió el error de regresar a la villa del Yayabo, donde un chivato lo descubre y alerta a los cuerpos represivos, que lo detienen el 31 de marzo de 1958.
Conducido a la Jefatura de Policía, para Heriberto se iniciaría un calvario prácticamente inenarrable donde los esbirros se turnaban para aporrearle hasta el cansancio, con énfasis digno de mejor causa. Así pasaron los días, como ese 9 de abril —con los matones sobresaltados por los intentos de huelga nacional—, ocasión en que lo vio su madre con los ojos hinchados por los golpes y le brotaron lágrimas incontenibles… Era el fin.
Aquellos bárbaros, sin embargo, no sabían que el 19 de septiembre del propio año pagarían con sangre en ese cubil, ametrallados por un comando del Directorio Revolucionario 13 de Marzo, con saldo de varias bajas para el régimen. Mucho menos aún estuvieron conscientes los criminales de que estaban añadiendo fojas al sumario de sus respectivos consejos de guerra, de donde algunos salieron casi directamente a pararse de reverso ante el fatídico paño de pared, tras el triunfo rebelde del primero de enero de 1959.
Pero volvamos al convulso 9 de abril de 1958. Tan pronto salió Luz, casi echada por los asesinos y torturadores, los esbirros volvieron a martirizar a Heriberto, esta vez hasta la muerte y luego arrojaron su cadáver al río Zaza, que lo arrastró algunos kilómetros hasta ser recogido corriente abajo por personas desconocidas que le dieron sepultura en el cementerio de Guasimal.
No sería hasta el 8 de mayo de 1959 que tras largas averiguaciones la familia encontraría los restos del joven, cuyo martirologio deviene símbolo de lo que nunca y por ningún concepto puede volver a suceder en Cuba. El pueblo, alertado por este y otros fantasmas del pasado, jamás lo permitirá.
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