Convergieron en José Martí las más profundas sensibilidades ética y poética, con un alma patriótica capaz de sacrificarlo todo a la emancipación de su patria y por el bienestar de los humildes
Ejercicio inútil de retórica sería el intento de delimitar en estas líneas qué fue primigenio en José Martí: si sus excepcionales cualidades literarias o su vocación patriótica, así como definir hasta qué punto su proyección ética de la vida fue influenciada por la educación cristiana que se impartía en los tiempos de su mocedad y juventud en Cuba.
Martí —como lo indica su obra escrita y su actuación práctica— fue, desde su tierna infancia, un ser con una enorme fuerza lírica y un acendrado espíritu de justicia, opuesto a todo lo que consideró arbitrario abusivo, injusto. El niño venido al mundo el 28 de enero de 1853 en la antigua calle Paula, de la llamada Habana intramuros, reunía en una sola pieza las cualidades necesarias para destacarse como un ser excepcional por su patriotismo, su humanismo y su nobleza.
Lo curioso, a la luz de la psicología, la sociología y la historia, es que las condiciones en su seno familiar no fueron todo lo propicias para hacer de José Julián el portento de patriota y de intelectual que llegó a ser; porque su padre, el valenciano Mariano Martí, era oficial del ejército español, y su madre, Leonor Pérez, por su condición de nacida en Canarias, también creció y se educó bajo la jurisdicción española.
Aun así, y según el jurista Fernando Dávalos —La ética y la acción de Martí, 2008— él “supo construir su imagen pública patriótica, en estrecho y singular contrapunto con su vida íntima, y sufrió la incomprensión de su madre, de la esposa y de numerosos amigos, que deseaban que su brillante talento se aplicase al ejercicio de la abogacía y al disfrute de una holgada vida familiar. Martí padeció, pero no cejó por entregarse a Cuba”.
Se atribuye al maestro, poeta y literato Rafael María de Mendive el haber cultivado sus dotes literarias, así como sus sentimientos contra la esclavización de los países y los hombres, y es cierto que aquel educador sin tacha, autor él mismo de meritorios sonetos y manifiesto opositor a la dominación española, inculcó en su alumno lo mejor de sus calidades eruditas y humanas, pero si bien se puede decir que influyó notablemente en Martí, no es dable afirmar que determinó en ello, porque tuvo otros discípulos con historias disímiles.
Martí es Martí, como se repetiría años después con otro cubano eminente de diferente nombre; de esos que, al decir del pueblo, nacen una vez cada 100 años. Por toda su obra escrita y su oratoria, por su ejecutoria política y revolucionaria, el alumno brillante de Mendive pasaría —a su vez— a ser llamado el Maestro y se le consideraría con el tiempo Apóstol de la independencia de Cuba.
Baldío sería tratar de cuestionar este aserto, porque ahí están su obra y su vida. En la práctica, no existe texto escrito por Martí donde no afloren su ética y su patriotismo, y el concepto es más amplio, puesto que incluye tanto prosa como verso, un discurso, una epístola, una proclama o un manifiesto, como el de Montecristi.
No hablemos en abstracto, partiendo de que sobran las muestras. En Abdala, por ejemplo, un drama épico escrito en verso, recrea el espíritu de sacrificio de un pueblo, el nubio, ante un invasor poderoso, a quien es preciso combatir, no importan su fuerza inmensa y su amenaza: En la Nubia nacidos, por la Nubia / Morir sabremos: hijos de la patria, / Por ella moriremos, y el suspiro / Que de mis labios postrimero salga.
Y en esa pieza publicada a sus 15 años en La Patria Libre, un semanario democrático-cosmopolita, como lo llamó, era fácil ver en Nubia, a Cuba, y en el tirano opresor, a España. De ese cariz y por esos cauces discurrió su obra de matiz político, iniciada en enero de 1869, en la única edición del periódico El Diablo Cojuelo, de su amigo y condiscípulo Fermín Valdés Domínguez.
Muestra sublime de este aserto es su captura e internamiento en la cárcel el 4 de octubre de 1869 bajo la acusación de infidencia, a raíz de un registro en la casa de los hermanos Fermín y Eusebio Valdés Domínguez, donde encuentran una carta recriminatoria dirigida a un compañero que ha ingresado en el odiado Cuerpo de Voluntarios.
En el juicio que se le sigue por el hecho descrito, el joven de solo 16 años reclama de forma elocuente toda la culpa para sí con el propósito de exonerar a Fermín, en gesto que le puede costar la vida por estar la isla en guerra desde el 10 de octubre de 1868. Las horribles calamidades que sufre en el penal y en las canteras de San Lázaro las verterá luego literariamente en su folleto El presidio político en Cuba, publicado en abril de 1871 desde su destierro en España.
La pluma de Martí no descansa, multiplicada en escritos diversos, principalmente artículos, para distintas publicaciones, tal es el caso del folleto La República española ante la Revolución cubana (1873), redactado con motivo del arribo al poder de una administración republicana, el que hace llegar con toda intención a los miembros del nuevo gobierno en Madrid.
La proyección de este texto —como otros, incluido el célebre Manifiesto de Montecristi redactado en 1895 junto a Máximo Gómez— busca legitimar algo que de derecho y realidad lo es, y que fue resaltado por el poeta y ensayista Cintio Vitier en Ese sol del mundo moral: el derecho de Cuba a su libertad, y el deber de España en beneficio de sí misma, de su espíritu y de su prestigio, de regularizar las prácticas de guerra, que hasta el momento ha venido ejerciendo de manera bárbara.
“Martí no deja de sorprendernos”, ha dicho alguien aludiendo a su obra escrita, así como también se destaca el hecho de que en cada acercamiento a sus contenidos siempre encontramos algo nuevo, una nueva relación, una inferencia a cualquier faceta de la actividad humana, pero sobre todo, a los dos elementos básicos de su personalidad excelsa: sus principios éticos y su patria.
Así, no se peca en sugerir que incluso en sus obras más líricas, quizás por subjetivos, como los Versos libres, editados años después de su muerte en combate, en medio del poder desbordado de las musas, aparezcan estrofas como la que sigue, preñada de evocaciones y dolores profundos: ¡Recuerdos hay que queman la memoria! / ¡Zarzal es la memoria; más la mía / es un cesto de llamas! A su lumbre / el porvenir de mi nación preveo. / Y lloro.
A la madurez de esa composición poética, han precedido otras, donde se desbordan la ternura y acendradas cualidades humanas, como su libro de poemas Ismaelillo (1882), dedicado a su vástago José Francisco, donde el cariño no está exento del elemento moral y humanista:
Hijo:
Espantado de todo me refugio en tí. Tengo fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud, y en tí.
Pero también, sus Versos Sencillos (1891): Oculto en mi pecho bravo /
La pena que me lo hiere: / El hijo de un pueblo esclavo / Vive por él, calla y muere, siguen esa tónica.
Así, golpe a golpe —por los muchos que le deparó la vida, como diría Fayad Jamís—, verso a verso de dolor y ternura se nos metió en la mente y el corazón ese cubano, modelo de patriota y literato, de hombre cívico y revolucionario, de quien el gran poeta nicaragüense Rubén Darío expresara: “la prosa de Martí es la más bella del mundo”.
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