Cuando casi un mes atrás la jefa de la misión de EE.UU. en la ONU, la exgobernadora de Carolina del Sur, Nikki Haley, presentó al Presidente Donald Trump su pedido de renuncia —aceptado por el mandatario— muchos pensaron que se debía a contradicciones surgidas con el ejecutivo, aunque ella alegó necesitar un tiempo para trabajar en la esfera civil, ante apremios económicos. Sin embargo, a este redactor se le antojó que quizá se debiera a su deseo de no pasar de nuevo por otra prueba como la discusión de la moción cubana contra el bloqueo correspondiente al 2018.
Realmente, el trago amargo de cada año a finales de octubre o inicios de noviembre en que Estados Unidos es literalmente aplastado por la comunidad internacional en la sesión plenaria de la Asamblea General de la ONU para abordar la moción de turno de la isla contra el bloqueo es algo que no todo diplomático puede asimilar sin trauma, pues convierte a su país en un enano político, refutado y censurado, en medio de un espectáculo en el cual la víctima emerge como superpotencia moral a los ojos del mundo.
No obstante lo anterior, la Haley había acordado con el Presidente su permanencia en el cargo hasta finales de año, lo cual no la salvó de la descomunal paliza que, en nombre del imperio, le tocó asimilar en medio de gran sufrimiento existencial, como se pudo apreciar en su rostro en el momento de la votación de cada una de las ocho enmiendas con que su país intentó inútilmente frenar y desvirtuar el mecanismo de votación del máximo organismo internacional, así como sabotear el proyecto de resolución cubana contra esa guerra económica que dura ya casi 60 años.
Lo malo de esta historia es que, en lugar de una sola votación adversa, por más mayúscula que fuera, Estados Unidos se buscó 10 votaciones contrarias, ya que se añadieron las de rechazo a cada uno de sus proyectos de enmiendas, más una de procedimiento acerca de si se aceptaba la propuesta de que fueran aprobadas por mayoría simple o si, como planteó la representación de Cuba, estas necesitaban de dos tercios de los votos para que se hicieran oficiales.
Resultaría lógico pensar que, después de esta paliza en toda la línea, a la Haley, a quien se le recuerda megáfono en mano en las afueras del magno edificio de Naciones Unidas arengando a los enemigos de un hermano país latinoamericano, no le quedarán muchas ganas de continuar en su puesto a pesar de la promesa hecha a su jefe.
Con cuánta satisfacción —de haber podido hacerlo— hubiese cedido la inquieta Nikki el puesto de honor a su segundo en el escaño en la ONU, un hombre con un parecido notable al mítico Alfonso “Al” Capone, para que encajara en su lugar la lluvia de acusaciones y críticas vertidas por la comunidad mundial el pasado 31 de octubre contra Washington. Pero no pudo ser, quizá porque todo parece indicar que fue precisamente a ella a quien se le ocurrió el subterfugio contraproducente de las ocho enmiendas.
Ahora Nikki saldrá de la ONU con igual o peor aureola nefasta que la de Condoleezza Rice, a quien le tocó cohonestar desde igual puesto las agresiones de la administración de George W. Bush contra Afganistán, Iraq y otros países. Y si bien la Rice es afroamericana, Nikki Haley es una típica indostana, porque sus padres son hindúes y su verdadero nombre de soltera es Nimrata Nikki Randhawa, hija de Ajit Singh Randhawa y Raj Kaur Randhawa, oriundos de Amristar, India, quienes tienen además otros tres hijos: Mitti y Charan, nacidos en Carolina del Sur, y Simran, nacida en Singapur.
¿No parece acaso que con cada defensa que hace del imperio, Nimrata Randhawa traiciona a sus ancestros y que también denigra las mejores tradiciones de Mahatma Ghandi y otros próceres de su madre patria?
Pues bien, casi a la misma hora del magnífico espectáculo en el hemiciclo de la ONU, un dinosaurio político como John Bolton, de triste ejecutoria durante el mandato de W. Bush, orquestaba en Miami, en la llamada Torre de la Libertad, y ante un auditorio equivalente a un Jurásico, un agresivo show ultraderechista para anunciar nuevas sanciones contra Cuba, Venezuela y Nicaragua, a los cuales tildó de “Troika de la tiranía”.
Para Bolton, representante de un gobierno de los ricos, por los ricos y para los ricos, descalificado por José Martí hace ya mucho más de un siglo, los gobiernos de La Habana, Caracas y Managua, elegidos por sus pueblos en procesos de democracia participativa, son regímenes tiránicos, mientras que el que él representa, responsable de los más graves crímenes de lesa humanidad —dentro y fuera de sus fronteras—, es modelo de democracia.
En el caso cubano, que es el que nos ocupa, Bolton anunció nuevas medidas que afectarán a más de una docena de entidades isleñas que, a su juicio, están vinculadas a las Fuerzas Armadas en el país vecino, las que vendrán a sumarse a las ya adoptadas por la administración de Donald Trump. Lo curioso es que, fuertemente vapuleado en la ONU, el Gobierno de Washington en esa propia jornada, Bolton y comparsa se atrevieran a reincidir y agravar el delito por el cual su país acababa de ser condenado.
Si de dinosaurios se trata, hoy existe un término que siempre va unido a la simple mención de su existencia: extinción. Siguiendo esa línea dialéctica y a pesar de la conciencia de que estamos en una especie de “mundo patas arriba”, como lo llamó Eduardo Galeano —el amigo uruguayo ya desaparecido—, no cabe dudas de que el imperio también se extinguirá ante el peso de sus muchos abusos y el embate arrollador de los pueblos.
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