Redescubriendo a Manuel

Sancti Spíritus despidió este 28 de diciembre a Manuel Echevarría Gómez, reportero de fila en Escambay e ícono del periodismo cultural en la provincia y el país

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Manuel fue Premio Nacional de Periodismo Cultural y Premio Provincial por la Obra de la Vida. (Foto: Vicente Brito/ Escambray)
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Manuel fue Premio Nacional de Periodismo Cultural y Premio Provincial por la Obra de la Vida. (Foto: Vicente Brito/ Escambray)

Deben de habérsele metido dentro desde el instante en que doña Carmen y don Manuel lo concibieron aquella noche. Nueve meses después, el 28 de enero de 1946, vendría al mundo en la ciudad del Yayabo, donde haría historia dentro de ese campo tan polifacético que es el arte. Sería artista a su modo. Y para siempre.

De la madre heredó la pasión por los libros y ciertas habilidades manuales; del padre, la veta imaginativa que tomaría cuerpo sin darse apenas cuenta, mientras lo veía trabajar desde los años de infancia. Él también moldearía zapatos, más por necesidad que por deseo expreso, en los tiempos tristes del Período Especial. Pintaría, además, motivos disímiles, sobre todo floreados —como para alegrar el alma—, en los vestidos que tantas jovencitas lucieron entonces. Pintaría, como ópera prima, la tierna imagen de una niña arrullando a su muñeca de trapo.

No todos sabíamos de esas facetas suyas cuando a la par del quehacer doméstico el Manu, como solíamos llamar a Manuel Echevarría Gómez, hacía de tripas corazón para implantar en Escambray, desde su condición de jefe de redacción, el sistema offset. La moderna técnica sobrevendría a las antiquísimas máquinas para fundir líneas en plomo; traería consigo no pocos quebraderos de cabeza para llegar a una realización computarizada a la que nos resistíamos. El artista que habitaba en Manuel se reveló entonces con más fuerza para crear formato y diseño acordes a la nueva era. Sin dejar de escribir, porque eso nunca le pasó por la cabeza.

En cartas desde San Lorenzo, Sierra Maestra, donde no solo alfabetizó, sino también venció con loas la carrera profesoral de nivel secundario, viajaron sus primeras pruebas de virtuosismo. El papel, calado por el costado izquierdo; el dibujo tenue de fondo; el sobre, acuñado en 1961, con aquella caricatura criollísima donde un obrero y un campesino brindan festivamente. En calidad de anexo, el croquis con los detalles del campamento: las aulas, los albergues, las letrinas, la campana y hasta el busto de José Martí, sin excluir los nacientes huertos y campos deportivos, ni mucho menos la bandera.

 

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José Ramón Machado Ventura, segundo secretario del Comité Central del Partido, entrega un reconocimiento a Manuel en ocasión del aniversario 25 de Escambray. (Foto: Vicente Brito/ Escambray)

Dulces palabras para la madre, ternura para el padre enfermo, sabios consejos para el hermano. Y en medio de todo ello, la vocación inalterable hacia el magisterio, que empezaría a ejercer, ya armado de herramientas, ante muchachos con casi igual edad que él. Muchos años después cierta alumna le haría llegar un poema en prosa, en el que describía desde las habilidades del sencillo y apuesto profesor para inspirar respeto, hasta su carácter capaz de contener cualquier intención de írsele por arriba.

Y luego de ser el maestro que fue, la carrera de Historia del Arte, cursada en la Habana a base de sacrificio. El título se lo dedicaría a su viejo, en una postal por el Día de los Padres. Muy a su estilo de redactor fino y sagaz, escribía: “Tú has formado lo mejor de mi hechura y mis proyecciones ante la vida. Siempre que necesito crecerme, no tengo más que recordar tu ejemplo (…)”.

Cual pez dentro del agua, Manuel deslizó su vocación por cuanto vericueto hay en las tradiciones culturales; pero su pluma tocó lo humano y lo divino. Como la vida laboral no es eterna, antes que sucumbir a una dolencia que le restaba habilidades, decidió jubilarse. Pero su obra late aún en las páginas de Escambray, adonde llegó en 1983; del suplemento cultural Vitrales y de unos cuantos libros concebidos por él. Abierto ha estado todos estos años el tesoro a todo el que quisiera tocarlo y aprender de él, porque si algo bueno hizo el Manu fue que no se quedó en la redacción o en los estudios de la radio y la televisión locales, donde también fundó y laboró en no pocos espacios.

Entró a las universidades, sentó cátedra en diversas materias y moldeó pupilos en las lides de la rama humanística. Muchos jóvenes, entre ellos hijos de colegas suyos, lo tuvieron de tutor o consultante en sus tesis de grado y otros lo utilizaron como referente para abordar y analizar el arte.

No podría decirse ahora cuál de las dos organizaciones le debe más, si la Upec, dentro de la que hizo historia —fue Premio Nacional de Periodismo Cultural y Premio Provincial por la Obra de la Vida—, o la Uneac, donde también cosechó lauros. Contrario a lo que podría creerse, Manuel Echevarría Gómez no fue el clásico periodista entendido en arte, sino el artista, en el más amplio sentido de la palabra, que se adentró en el periodismo e hizo de él un ministerio.

Su desempeño en nuestro equipo cesó en 2012, pero incluso después seguimos teniéndole en la misma calle de Escambray, aunque ya no escribiera textos. El mal de Parkinson, que terminó con su vida el pasado 28 de diciembre, casi al borde de sus 73 años, le cercenó la posibilidad de teclear y estuvo, hasta no hace tanto, pegando el oído a la radio y a la televisión. “Me quedo maravillado con los horrores que escucho”, observó alguna vez, defensor, como era, del buen decir.

El artista siguió con él. Emergía a cada rato, cuando hacía del pañuelo o la toalla que traía entre las manos pintorescas figuras que colocaba delante de la madre, el amigo o la hermana; o cuando echaba de menos el orisha que luego de nacer de su ingenio y adornar el hogar desde una posición estaba aquí y no allá, donde él lo colocó.

Repaso su narrativa, que se me antoja filigrana. Bajo la piel de los orishas, reseña sobre el Ballet Folclórico de Trinidad escrita poco antes de abandonar su vida laboral activa, fue fruto de un rapto de inspiración que semeja al de José Martí en La bailarina española. Describe las deidades encarnadas en cuerpos que vio sobre la escena y, al leer, siento el ritmo, veo los colores, vibro junto con el sillón que me sostiene.

He admirado su habilidad para burlar la desmemoria en los últimos tiempos. En plática reciente emergieron varias de sus habilidades, vertidas en dibujos, figuras en papier maché y hasta en pinturas que no llegaron a concretarse. Iglesias, palmas y campanas afloran como motivos recurrentes. Hemos tenido cerca por tantos años al experto y no lo vimos a las claras. Frente a él, flechada por sus ojos de un azul infinito mientras transcurrían las últimas charlas, fui descubriendo nuevamente a Manuel.

 

Delia Proenza y y Adriana Alfonso

Texto de Delia Proenza y y Adriana Alfonso
Máster en Ciencias de la comunicación. Especializada en temas sociales. Responsable de la sección Cartas de los lectores.

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