“Pierna más arriba, más arriba”. La exigencia del profesor Nicolái Yavorsky iba in crescendo al mismo tiempo que subía y subía la barra. Alicia, parada en el centro de aquel tubo metálico larguísimo, intentaba levantar la pierna más y más alto cuando aquellas estiradas señoras de la Sociedad Pro Arte entraron al salón y le hicieron una observación nada académica: “No es de niña decente levantar tanto la pierna”.
Avergonzada, habría de recordar luego, se lo dijo a su madre que al vuelo fue a inquirir al maestro sobre la altura permisible para elevar la pierna y otra pretensión materna pesó: “En los ensayos no subas tanto la pierna, pero si el día de la función no subes la pierna todo lo que puedas, con quien vas a tener unas palabras es conmigo”.
Fue una lección de vida. A la danza se había consagrado desde mucho antes, el día aquel que decidió aprender baile español y llevaba las castañuelas en las manos hasta para comer, aunque no pudiera llevarse una cucharada a la boca. O desde que le regalaron sus primeras zapatillas de punta y caminaba en puntillas hasta para abrir la puerta so pena de los lamentos de la madre de que su hija no volvería a caminar normalmente.
Y jamás volvió a poner los pies en la tierra. Alicia ha andado bailando siempre, como levitando. Lo demostró aquella noche del 2 de noviembre de 1943 en el Metropolitan Opera House, de Nueva York, cuando eternizó Giselle ante la ausencia de la bailarina Alicia Markova de la American Ballet Theatre donde ambas bailaban. Desde entonces Alicia ha sido Giselle y viceversa.
Demasiado virtuosismo, demasiada versatilidad. Y son las manos que se doblan y se estiran con la más pura elegancia o los pies que vuelan o el rostro que estremece o el cuerpo que se contorsiona y gravita todo y contagia al público más allá del espasmo de los aplausos.
Infinidad de veces se reinterpretó a sí misma, tanto que —como ha confesado antes— jamás hizo dos funciones iguales de esa obra; ni de ninguna, tal vez. No hay nada de mimetismo en su repertorio: dominó a la perfección 134 títulos donde confluyen obras clásicas y contemporáneas. El mismo rigor que exigió a sus bailarines desde los muchachos que nucleó para formar la Escuela Nacional de Ballet hasta los que hoy integran el Ballet Nacional de Cuba.
Lo había hecho siempre consigo misma: jamás se permitió concesiones. A los 20 años, cuando la retina de ambos ojos se desprendió y tuvo que viajar de Nueva York a Cuba y acostarse durante un año en una cama, apostó: “Me levanto bailando”. Y bailó otra vez. Ante un nuevo desprendimiento de retina y la cirugía que la condenó a ver sombras y contornos tomó la decisión más arriesgada, acaso, de su vida: “Antes de ver prefiero bailar”, dijo.
Cuando los ojos no pudieron más —su última presentación como intérprete sería el 28 de noviembre de 1995 en el Teatro Massini, de Faenza, en Italia— empezó a danzar con la mente; sentada en una de las butacas en medio de los noveles bailarines, con el pañuelo de ocasión cubriéndole el cabello y los zapatos de tacón, los pies no dejaron de danzar nunca.
Hela entonces coreógrafa, directora, maestra… Ha sido ese, quizás, el mayor de sus legados: eternizar el milagro de la danza en esta isla —donde no había tradición alguna del cultivo del género— y crear la peculiaridad de un estilo que distingue al ballet cubano internacionalmente.
Alicia no volvió a ser jamás Alicia Ernestina de la Caridad Martínez del Hoyo, como la inscribieron aquel 21 de diciembre de 1920; ni tan siquiera Alicia Alonso. Alicia es Cuba.
De todas las latitudes llegaron los reconocimientos para agradecerle en vida tanto mérito: 266 premios y distinciones internacionales y 225 de carácter nacional; entre estos últimos está el Escudo de la Ciudad de Sancti Spíritus que se le entregara un año atrás.
Era el sino de su universalidad, la misma que la hacía bailar frenéticamente en aquella plataforma improvisada donde lo hizo hace décadas en el parque Serafín Sánchez que en el escenario de los más afamados teatros del orbe.
Ciertamente, Alicia bajó de la gloria para dársela a otros. Por eso, desde las once de la mañana de este 17 de octubre, cuando los medios de comunicación confirmaron su muerte, un pésame eterno ha comenzado a doler en todo el mundo.
Tiempo atrás, en cierto documental para una televisora española, había dicho Alicia: “Yo soy como un árbol que está plantado en su tierra, nací allí, crecí allí y soy de allí”.
No ha sido el de este 17 de octubre su último acto. Alicia ha regresado como siempre al Gran Teatro de La Habana —donde acontecerán este sábado sus honras fúnebres— que fue casa y escuela. Cuando caiga entonces el telón seguirán resonando los aplausos y al fondo todavía se escucharán aquellas incitaciones relevé, demi plié, devellopé y el retumbe de unos pasos que de a poco se van apagando.
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