Asistíamos a las actividades ataviados, según el caso, en uniformes o ropa de campaña. Éramos felices en cada entorno en el que nos movíamos. Nos resultaban igual de atractivos los encuentros solemnes en la Loma de Coroneaux, sitio emblemático de la Batalla de Guisa, mi pueblo natal, que las acampadas a cielo abierto en otros puntos periféricos.
Corrían los finales de la década del 60. Dentro de una nación agredida, igual que hoy, pertenecíamos a la entonces Unión de Pioneros de Cuba (UPC), lo cual nunca significó suspender clases o descuidar el estudio. Antes de ser pionera yo añoraba mucho tener anudada al cuello la pañoleta bicolor —mitad blanca, mitad azul—. Tanto, que el día en que mi hermana mayor la recibía me retraté con la de ella, en el propio escenario de celebración.
Obras de teatro en los matutinos de la escuela, coros, actos cívicos en los que nadie osaba hablar mientras cantábamos el Himno Nacional y se izaba la bandera, fiestas de diversa índole y otras propuestas fueron, también, aderezos de nuestra vida pioneril. Después la organización modificó su nombre y la edad de ingreso se extendió a la de la Enseñanza Secundaria, que en aquellos tiempos era el inicio de la pertenencia a la FEEM, como creo que aún debiera ser hoy.
Y llegó el ingreso a la Unión de Jóvenes Comunistas, que solía sorprendernos, en ocasiones, antes de que cumpliéramos los 15 años. Con él, se arreció el fogueo al carácter y a la responsabilidad, sobre todo en aquellas memorables etapas de Escuela al Campo, cuando el trabajo jamás resultó carga, sino disfrute.
Desalmidonadas, aunque serias, solían ser las iniciativas, que nos acompañaron hasta más allá de la universidad. La historia de la nación cubana y de países amigos estuvo siempre a modo de denominador común, cuando, ya en el periódico Escambray, nos tocó la suerte de integrar un Comité de Base resuelto y dinámico.
Velar por bustos de las áreas cercanas, visitar fábricas y museos, promover encuentros de lectura y debates de cine, apoyar a cada joven de su radio de acción; todo ello integra la memoria de los otrora militantes de la UJC en las décadas del 80 y el 90. El paso por ambas organizaciones nos preparó para la vida; nos volvió alegres y a la vez profundos.
No digo que ahora sea exactamente diferente, pero siento que no es igual. No puede ser igual cuando el contexto es otro. Organización política de vanguardia de la juventud cubana, la Unión de Jóvenes Comunistas es también la principal cantera para el ingreso a las filas del Partido. Por eso le corresponde seguir siendo ese grupo al que se quiera pertenecer porque sus propuestas interesen y atraigan.
Este es, por más que avancen los tiempos y las tecnologías, el mismo país y el mismo continente donde vivió, luchó y fundó Ernesto Che Guevara, quien sostenía que los jóvenes comunistas debían ser “los primeros en estar dispuestos para los sacrificios que la Revolución demande, cualquiera que sea la índole de esos sacrificios. Los primeros en el trabajo. Los primeros en el estudio. Los primeros en la defensa del país”. Y los llamó al ejemplo, desde quienes dirigen hasta el último de los miembros, sin renunciar a la inconformidad edificante.
Se puede, estoy segura, ser fresco y espontáneo, como también recomendaba él, sin perder la hondura de los razonamientos. Se debe, creo, recuperar el terreno perdido, lo mismo en materia de organización que en los resortes de convocatoria, los procedimientos para ciertos análisis o los procesos de crecimiento, que son la garantía de continuidad. Argumentos no faltan para seguir siendo banderas, pero banderas de verdad.
Nacidas un 4 de abril, la una en 1961 y la otra en 1962, la Organización de Pioneros y la UJC celebran sus respectivos cumpleaños. A ambas corresponde seguir siendo fraguas de nuevas generaciones de cubanos, con visión futura, con fórmulas que enganchen. Todo está en que la membresía se identifique con las ideas —nacidas del esfuerzo común— y las ponga, de la mejor forma posible, al servicio de la nación.
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