Cada mañana la diminuta figura de Celaida Álvarez Orellana desanda muy despacio los amplios portales de la casa conocida como el Museo de los Refranes, en la ciudad de Sancti Spíritus, aunque para hacerlo se apoya en un andador que la auxilia desde hace años, pero aun así se presenta gallarda, sin importarle los 102 años cumplidos desde el pasado 16 de octubre.
En los espacios circundantes que recorre para ejercitar sus piernas, rememora pasajes de lo que fue la vida del autor de Las Farfanes, Los triángulos del amor, Esos carreteros, Candelaria, Humo de Yaba y de otras obras literarias, algunas de las cuales trascendieron las fronteras de la isla o se convirtieron en novelas radiales con gran audiencia y notoriedad.
Y es que en la casa, donde aparecen cientos de lápidas de barro grabadas a mano para reflejar los más disímiles dicharachos o frases del argot popular, donde las paredes hablan por sí solas y muestran en tabletas la forma naif con que fueron hechas o dispuestas a relieve para cubrir cada ladrillo, Celaida, o mejor dicho, Yaya, busca los textos que les resultan más cercanos a su familia, al poblado de Guayos donde nació y hasta los dedicados a los amigos, las tradiciones o los hechos trascendentales que marcaron su vida.
“Yo soy prima hermana y cuñada de Tomás Álvarez Río —dice Celaida—, porque de los Ríos es un apellido artístico, de él lo recuerdo todo, nos unieron no solo lazos sanguíneos sino una entrañable y profunda amistad”.
Nuevamente la anciana relee los refranes expuestos en los laterales del inmueble y hasta los nombres que aparecen entrelazados. Así, por ejemplo, señala el tallado que rinde homenaje a José Esteban, su esposo y único hermano de Tomás al que él cariñosamente bautizó con el sobrenombre de Tebano; luego muestra el del barrio Canta Rana, que los identificó siempre, y el de la calle Capitán Reyes, donde nació y creció y en la cual todavía viven sus parientes.
“Me casé a los 19 años y desde entonces viví con mis suegros José Manuel Álvarez y Carmen Río, quienes me quisieron como la hija que nunca tuvieron; pero también con Tomás, que era soltero. Yo lavaba y planchaba pago, cocinaba para todos y hacía los deberes de la casa. Eran tiempos difíciles y sobrevivíamos a fuerza de mucho trabajo. A Tomás le decíamos Colao, porque siempre entraba a ver las funciones de los circos sin pagar, pero luego contaba las historias con tanta descripción como si uno las estuviera viviendo, al parecer ya tenía dentro el bichito de la escritura”, explica Celaida.
¿Y en qué trabajaba Tomás?
En cualquier cosa, siempre que fuera un empleo honrado, lo importante era ganar dinero, ya fuera en el central o en el campo, en una herrería o cortando caña con su amigo Marcelo Gutiérrez. Una vez nos fuimos mi esposo, él, mi suegra y yo para la escogida de Guayos y allí nos empleamos. Pero las cosas se complicaron para Tomás; ya casado con Esperanza, su compañera para toda la vida, la guardia lo estaba acosando y tuvo que buscar asilo en Venezuela.
Recuerdo que cuando triunfó la Revolución la alegría reinaba en todas partes, la liberación de Guayos fue un suceso, salíamos a las calles y todavía se escuchaban detonaciones, pero igual salimos a celebrar. Luego Tomás regresó con la familia nuevamente. Esperanza y él no pudieron tener hijos, pero yo tuve dos, una hembra y un varón, que ellos quisieron como suyos. Años después asumieron el cuidado de mi nieta Maydé, que vive en la Casa de los Refranes y cuida de mí y de todas las pertenencias de Tomás.
¿Disfrutó usted de los éxitos de su cuñado como escritor?
“Siempre lo hice, incluso mi esposo; aunque él murió muchos años antes a causa de un accidente, aquí veníamos y lo veíamos enfrascado en su escritura, luego Maydé lo ayudaba a hacer las tablillas de barro con los refranes grabados, era como una obsesión lo que sentía, por eso llenó todas estas paredes de frases, hasta las columnas y los arquitrabes como si fuera un libro gigante”.
El paso lento de Yaya se percibe cuando el andador suena al hacer contacto con el piso. Por un instante, la anciana se detiene a leer algunas tablillas: El perro viejo no ladra en vano o No era nada lo del ojo y lo traía en la mano… Cualquiera de esas frases populares bastan para avivar su memoria y devolverle en el tiempo a su Tomás-Colao, ese que la quiso como a una hermana, que la ayudó en épocas de escaseces y que hasta hoy la sigue gratificando cuando acaricia uno de sus libros, donde se siente reflejada como parte de la familia Álvarez que es.
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