Las recientes medidas de estrangulamiento económico de la administración de Donald Trump contra Venezuela forman parte de una arremetida salvaje contra medio mundo, emprendida por el imperio norteamericano con el propósito de frenar el avance de los poderes emergentes en el planeta y revertir la tendencia decadente de la superpotencia en la arena internacional.
Expresamos esto porque la reciente decisión de Trump de decretar el embargo total de los bienes de Caracas en territorio estadounidense y la también reciente reunión de Lima, Perú, donde el asesor de ¿Seguridad? Nacional, John Bolton, lanzó sus venenosos dardos contra Nicolás Maduro y su gobierno, vertiendo todo tipo de amenazas también contra terceros —entiéndase Rusia, China, Turquía, Cuba, etc.—, da muestras de una escalada que va mucho más allá del país suramericano.
Porque si Estados Unidos tuvo su peor momento del siglo XX a raíz de la debacle en Vietnam en abril de 1975 —síndrome que lo afectó durante varios años—, la implosión de la Unión Soviética y la desaparición del campo socialista europeo entre 1989 y 1991 marcaron una etapa que se saldó con un resurgir insolente de la superpotencia y sus ansias de dominación imperiales, puestas de manifiesto en intervenciones a granel en distintos continentes, como el ataque a Panamá (1989), la primera Guerra del Golfo contra Iraq (1990-1991) y el desmembramiento de Yugoslavia (1995 y 1999), entre otras.
Pero la impunidad con que Washington pudo ejercer sus pérfidos designios a finales del siglo XX en los casos citados continuó en la nueva centuria cuando intervino en Afganistán (2001), atacó nuevamente a Iraq en marzo del 2003 y acabó con la Libia de Muamar el Khadaffi (2011), para intervenir seguidamente en Siria con el propósito de cambiar el gobierno de Bachar al-Assad, agresión que luego disfrazaron de lucha contra el Estado Islámico, siempre al frente de una coalición de estados títeres.
Siria aparece entonces como el punto de inflexión de la ofensiva yanqui a nivel mundial, pues allí fue enfrentada por Rusia, Irán y el movimiento chiita libanés Hezbollah, que acudieron en auxilio de Damasco, conscientes de que, o paraban en tierra siria la agresión, o esta devendría peligro inmediato para la seguridad nacional propia y de otras naciones del área.
Dicho esto, se impone volver a Venezuela para señalar que, aunque lo que ocurre en la patria del Libertador sigue su propia dinámica, no es menos cierto que forma parte de un gran conflicto geopolítico y geoestratégico entre Estados Unidos, sus vasallos otanistas y sus títeres de la oligarquía latinoamericana, de un lado; y Rusia, China, Irán, Turquía y otras potencias emergentes, del otro, con intereses encontrados, pues mientras los primeros pugnan por imponer sus prerrogativas a cualquier precio, los segundos ofrecen relaciones equilibradas, basadas en la cooperación y el beneficio mutuo.
Los observadores no pasan por alto que, parado en seco por los misiles norcoreanos de largo alcance, vectores de armas nucleares capaces de borrar ciudades enteras en toda la geografía de Estados Unidos, Trump dio marcha atrás y concentró sus fuegos contra la República Islámica de Irán, después de salirse de manera unilateral y con total irrespeto por los otros suscribientes, del tratado vinculante mediante el cual Teherán se comprometía a no desarrollar armas nucleares, a cambio de la supresión de las sanciones económicas en su contra por parte de EE.UU., otras potencias occidentales, Rusia y China.
Pues bien, Trump y compañía se embarcaron en una guerra económica total contra el país de los ayatollahs, tratando de asfixiarlo por hambre al suprimir sus mercados de exportación de petróleo por medio de chantajes, amenazas y medidas coercitivas contra terceros, haciendo valer por la fuerza sus designios extraterritoriales, ya aplicados en el caso de Cuba y ahora en Venezuela.
Mientras, Estados Unidos reintroduce tropas en Siria e intenta formar una coalición para escoltar con barcos de guerra los buques petroleros a su paso por el Estrecho de Ormuz, donde Irán le destruyó un dron y expropió un tanquero de bandera británica. También en esa región el imperio está concentrando soldados, aviones y medios navales, poniendo en peligro la paz mundial en una zona de por sí altamente explosiva, como es el Medio Oriente.
Por si fuera poco, Washington está enzarzado en una guerra económica con China provocada por el abominable Donald Trump, que ya empieza a afectar los intereses de amplios sectores financieros y productivos de la superpotencia y de México y Chile; entre otros, cuyos presidentes, Andrés Manuel López Obrador y Sebastián Piñera, han exhortado a Washington y Beijing a que le pongan fin.
Venezuela no ha agotado sus cartas ganadoras y se ha proyectado en una batalla de denuncia contra las arbitrarias acciones de ahorcamiento económico adoptadas por Estados Unidos, acudiendo a entidades internacionales como Naciones Unidas, donde su embajador, Samuel Moncada, pidió la intervención del organismo mundial para hacer valer la legalidad contemplada en la Carta de la ONU, la cual prohíbe usar las medidas económicas como arma de guerra.
En este contexto, y fracasados una y otra vez los llamados a la Fuerza Armada Nacional Bolivariana para que traicione sus principios y derroque al presidente legítimo Nicolás Maduro, al imperio y sus acólitos no les queda más que arreciar su accionar de escalamiento —como vienen haciendo— y esperar un estallido social que provoque el cambio de régimen tan largamente fomentado.
Analistas dicen que John Bolton, cuidando su puesto, quiere forzar una victoria rápida en Suramérica para que Trump avance en sus aspiraciones de reelección, con vistas a noviembre del 2020.
Sea como fuere, el peligro sobre la independencia y la soberanía de Venezuela es real, así como que Moscú y Beijing tienen cifras varias veces millonarias invertidas en Venezuela en proyectos económicos y créditos.
Ya a estas alturas y cuando están en juego los destinos de Venezuela y de América Latina y el Caribe, se impone doblar las apuestas, porque solo existe una opción viable y es la que, a su forma, enunciaba con frecuencia el Che: “De todas, todas”.
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