Esgrimiendo una mezcla de monroísmo y Destino Manifiesto que sigue a ultranza la política de los tiempos de la Enmienda Platt y el Gran Garrote, desde Eisenhower hasta Donald Trump, sucesivas administraciones norteamericanas han saboteado las relaciones entre los dos países con el fin declarado de destruir la Revolución cubana
Esta es una historia sórdida de amenazas, agresiones, corruptelas y chantajes de todo tipo que tiene sus raíces en los tiempos de la ocupación estadounidense en Cuba (1898-1902) y que, pasado más de un siglo, continúa con otros nombres, pero con parecidos o iguales objetivos de tener a la Perla del Caribe como coto de caza privativo para los monopolios estadounidenses, sin competencia externa y sin una pizca de soberanía para sus habitantes.
En 1901, de forma clara que no dejara dudas, el gobierno de los Estados Unidos bajo la administración de William McKinley advirtió a los constituyentistas cubanos que redactaban la Carta Magna que regiría la nueva república antillana, donde, “o aceptaban incluir en el texto los párrafos correspondientes a la Enmienda Platt, o no habría república”: así de sencillo.
Luego de un agrio debate en el flamante legislativo, y con la oposición de connotadas figuras de la política nacional, como Juan Gualberto Gómez, Manuel Sanguily y otros, aquella nefasta percha injerencista fue incluida en la nueva Constitución, y nació al cabo, el 20 de mayo de 1902, un país atado de pies y manos por su supuesto benefactor y aliado.
Dos años más tarde, en 1903, EE. UU. impuso a Cuba el llamado Tratado de Reciprocidad Comercial, para complementar en el terreno económico-financiero, el dominio omnímodo de la potencia naciente sobre Cuba, pues ¿de cuál reciprocidad se podía hablar entre un poderoso imperio que surgía y una isla de apenas millón y medio de habitantes, destruida hasta los cimientos por la guerra de independencia contra España?
Lo cierto es que, en los casi 60 años trascurridos entre 1902 y el triunfo de la Revolución cubana, el primero de enero de 1959, los monopolios norteamericanos terminaron por adueñarse de la casi totalidad de los sectores productivos de la isla, empezando por la industria azucarera, acaparando además de manera prácticamente omnímoda el transporte ferroviario y marítimo, la generación eléctrica y las comunicaciones.
Pero le falta un ingrediente valioso a este menú: el papel de la mafia italo-norteamericana, sustituido en el tiempo por el de la cubano-americana. Me explico: durante la llamada Ley Seca que prohibía la elaboración y el consumo de alcohol en los Estados Unidos en los años 20 del pasado siglo, organizaciones criminales como la liderada por Alfonso “Al” Capone, desde Chicago, relevado luego por Lucky Luciano, Meyer Lansky, Santo Trafficante y otros capos en Nueva York y otras urbes más al sur, asumieron negocios en hoteles, casinos, tráfico de drogas y trata de blancas, entre otros.
Particularmente en Cuba, Lansky y Santo Trafficante invirtieron dinero de la mafia en hoteles y casinos como el Habana Riviera, Capri, Sans Souci y otros, y adelantaban proyectos para edificar toda una cadena de nuevos hoteles a lo largo de la línea del malecón habanero por valor de cientos de millones de dólares, en contubernio con altos dignatarios de la dictadura de Batista, que actuaban como testaferros del insaciable tirano.
Todo parecía marchar óptimamente para los delincuentes italo-yanquis y políticos venales, cuando, al decir de Carlos Puebla, “llegó el Comandante y mandó a parar”. Rechazados de plano por las nuevas autoridades, los mafiosos se vieron obligados a poner pies en polvorosa y, afectados por la Revolución triunfante, dieron gustosamente su concurso a las agresiones anticubanas que no tardaron en orquestarse desde Washington y Miami.
Precisamente en esta ciudad floridana ocurrió la connivencia de la organización criminal de origen itálico —cuya actividad incluía toda clase de negocios sucios— con la cubanoamericana, centrada en la política, en un proceso en la cual la primera se “politizó” haciéndose contrarrevolucionaria, y la segunda se mercantilizó, dedicándose a negocios ilegales, a la par con su actividad terrorista y subversiva contra Cuba.
De ahí las conspiraciones para asesinar a Fidel Castro y otros dirigentes destacados de la Revolución en las que participaron Trafficante, John Roselli y otros, junto a los cubanoamericanos Antonio Veciana, Frank Sturgis, Higinio Hernández, Tony Cuesta y una larga lista de otros mafiosos, sobre quienes pesan serias sospechas de haber participado en el complot que costó la vida al presidente John F. Kennedy, y más tarde en el affaire Watergate.
Pero volvamos al pollo del arroz con pollo. Desde su asunción del poder, la Revolución cubana empezó a adoptar medidas de franco beneficio popular, prometidas en el Programa del Moncada, como la rebaja de alquileres y de las tarifas eléctrica y telefónica, entre otras. En mayo de 1959 en La Plata, Sierra Maestra, el entonces primer ministro Fidel Castro firmó la Ley de Reforma Agraria, que convirtió en propiedad estatal miles de caballerías de tierra, pertenecientes en su mayor parte a empresas extranjeras, principalmente norteamericanas, pero también de terratenientes cubanos.
En la práctica, esta pareció ser la señal para que la administración de Dwight D. Eisenhower enfilara sus dardos contra Cuba, dando inicio a las primeras acciones de bloqueo económico, rompiendo relaciones con Cuba e iniciando los preparativos para la agresión mercenaria contra la isla, llevada a cabo por su sucesor, John Kennedy, en abril de 1961.
El 6 de julio de 1960 se hizo efectivo el cierre del mercado de EE.UU. para la cuota de importación de azúcar de Cuba, como parte de una sucesión de acciones agresivas del mandatario yanqui hacia la isla vecina, a lo que el gobierno revolucionario respondió en septiembre de 1960 con la nacionalización de la banca norteamericana, y el 13 de octubre del propio año, por el Decreto-Ley No. 890 fueron intervenidas 382 grandes empresas de capital privado, entre ellas 105 centrales azucareros, así como industrias de jabonería y perfumería, textiles, lácteos y almacenes mayoristas, entre otros.
Junto con el Decreto-Ley No. 890 fue promulgado el 891, que instrumentó la intervención de 37 grandes bancos de capital nativo y sus cerca de 300 sucursales y dependencias a lo largo y ancho del país. El proceso se completó el 24 de octubre de 1960, cuando pasaron a manos del Estado cubano otras 166 entidades estadounidenses que todavía quedaban en el país.
Lo que no quieren reconocer en Washington es que, según la ley internacional, todo estado soberano tiene el derecho de nacionalizar la propiedad foránea y nativa en correspondencia con los intereses del país, y cumpliendo con los requisitos que prescribe la legislación vigente, algo aceptado por las demás naciones cuyos ciudadanos o entidades que tenían propiedades en Cuba también les fueron incautadas.
El gobierno cubano, por medio de la Ley No. 851 del 6 de julio de 1960, estableció la forma de indemnizar el valor de las propiedades de personas naturales o jurídicas, de los Estados Unidos —y de otros estados—, que fueran objeto de nacionalización, mediante acuerdo entre las instituciones de los dos países.
Todas las demás naciones, como España, Canadá y otras, lo aceptaron, pero los Estados Unidos se negaron por una razón muy sencilla: confiaban ciegamente en derrocar en breve plazo la Revolución cubana, lo que haría innecesario tal “acuerdo de caballeros”. ¿En última instancia, Hitler no exclamó en su momento acerca de sus acciones criminales que “al vencedor nadie le pediría cuentas”? ¿Por qué habría de reaccionar distinto su heredero, el IV Reich? (continuará)
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