Porque la historia se conoce mejor cuando es relatada por sus protagonistas, más de una vez he vuelto sobre Cien horas con Fidel, esa entrevista monumental del escritor y periodista español Ignacio Ramonet, donde cada línea es revelación.
En el diálogo, al repasar lo acontecido el 26 de julio de 1953, el Comandante de la Revolución cubana, Fidel Castro, expone: “A mí me rescata un automóvil al final. No sé cómo ni por qué, un carro viene en mi dirección, llega hasta donde estoy y me recoge. Era un muchacho de Artemisa, que manejando un carro con varios compañeros entra donde yo estoy y me rescata (…)”.
El propio líder de la Generación del Centenario, que asaltó los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, de Santiago de Cuba y Bayamo, respectivamente, comentó a Ramonet: “Yo quise siempre conversar con ese hombre para saber cómo se metió en el infierno de la balacera que había allí”.
Ese joven, nombrado Ricardo Santana Martínez, vivía en Artemisa cuando la gesta moncadista; pero había nacido el 9 de junio de 1930 en Fomento, Sancti Spíritus. Tres años más tarde, la familia se mudó para territorio pinareño y en 1945 residía en Mango Dulce, Artemisa, donde se dedicaba a las labores agrícolas. En 1948 se trasladó para el poblado artemiseño, donde trabajó como chofer de alquiler; tiempo después abrió una ponchera en la propia localidad.
Hombre de convicciones, se sumó a la Ortodoxia y luego a la generación liderada por el joven abogado Fidel Castro. Incorporado a la naciente lucha, trasladaba a los compañeros a varios sitios, entre estos la Universidad de La Habana para desarrollar las prácticas de tiro, como parte de la épica que se gestaba contra el tirano Fulgencio Batista. Uno de los lugares seleccionados para la preparación resultó la finca Sánchez, en el Dagame, cuyo dueño era el padre de su novia (Nelia Chirino).
El 24 de julio de 1953, Ricardo partió hacia La Habana; había sido escogido para integrar el grupo de más de 120 jóvenes que atacaría las fortalezas de Santiago de Cuba y de Bayamo ya referidas.
A Santana le correspondió un puesto en la entrada de la guarnición, cerca de Fidel el día de los hechos. Cuando el jefe de los revolucionarios se percató de lo improcedente de continuar el combate, al fallar el factor sorpresa, dio la orden de retirada. En medio del tiroteo, Ricardo abordó el carro que lo había llevado hasta allí, junto con el artemiseño Rosendo Menéndez; al darse cuenta de que Fidel permanecía disparando en la calle a riesgo de perder la vida, Santana hizo retroceder la máquina y montó al responsable del movimiento, quien había cedido su lugar en otro vehículo a un compañero.
Ya en la granjita Siboney, Fidel decidió partir en grupo hacia la Gran Piedra; debido al acoso enemigo. Para violentar el cerco que le había tendido el ejército batistiano, los asaltantes se dividieron; unido a los hermanos Galán, Ricardo pudo arribar a la finca Casa Azul, en Santiago de Cuba, y lograron salvarse.
Retornó a La Habana a inicios de 1955; el 28 de enero del propio año partió exiliado hacia México, de donde regresó a la isla caribeña en junio gracias a la amnistía decretada un mes antes por Batista debido al amplio movimiento popular.
Ya en Cuba se sumó de lleno al Movimiento 26 de Julio. Al acontecer el desembarco del yate Granma por Los Cayuelos, Oriente, fue apresado y torturado en el cuartel de la Guardia Rural de Guanajay.
De su matrimonio con Nelia Chirino tuvo tres hijos: Ricardo, Raúl Camilo y René, quien tiempo atrás manifestó a la prensa: “Mi papá decía que desde que conoció a Fidel lo sorprendió mucho porque era un hombre muy alto, fuerte de carácter. Impactaba su personalidad y las convicciones que tenía, la seguridad con que hablaba de las acciones que quería hacer. Impartía mucha seguridad a las personas. También, en aquella época, hablar de lo que hablaba Fidel era súper especial. Mi papá siempre creyó que era un líder perfecto”, añadió René.
Este combatiente se jubiló como trabajador en la dirección del Banco Nacional de Cuba en 1984 y falleció el 11 de febrero de 1997. A la vuelta de los años, el gesto de este espirituano merece todas las reverencias posibles; había salvado a Fidel.
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