Manuel González Busto es uno de los poetas más audaces, originales y renovadores de la lírica contemporánea en Cuba. Lo conocí mediante su primer poemario Magio la rotura de mis flautas (Premio Fayad Jamís, 1989). Aún recuerdo su verso inaugural Muy pocos en mi ciudad han visto el Sena, suerte de profecíade quien sería considerado una voz diferente, seductora y distintiva. Hoy, en pleno siglo XXI, me convoca su poemario Pasajeros del olvido, presentado por la Editorial Letras Cubanas en la Feria Internacional del Libro de La Habana 2019, y que posee una combinación fascinante de dolor y grito, de ironía y soledades, cuestionamientos y exquisiteces, idilios y perplejidades.
Siempre que lo veo en la distancia, con su andar lento, lo imagino sagaz, inteligente, flotando bajo el sol, salvándonos del olvido y la desazón, sumergiéndonos en una eternidad sedienta y juguetona, porque “la vida, la cabrona vida, es la broma más airosa de Chaplin”, según sentencia el mismísimo Manuel en deliciosas, sucesivas y mágicas metáforas.
Su andar asiático, su flema inglesa y su cubanísimo sentido del humor conforman una imagen que no me abandona y me impulsa a leerlo una y otra vez. En Manuel González Busto se combinan los motivos y las materias existenciales y estéticas de los auténticos poetas.
Hay en este libro algunas constantes de la poesía bustoniana: la crítica y el cuestionamiento social en tanto crónica y propuesta, la ironía como recurso vital, un derroche lírico degustable y la angustia del hombre solo, temeroso de la soledad y del olvido que se inscriben en la niebla de una escritura mágica, alejada de los cánones y modismos a la usanza.
Justamente en el texto Para ser un poeta contemporáneo se advierte un alter ego que lucha y logra escapar de ataduras, academicismos y miserias humanas. Manuel arremete contra personas que danzan, como niños traviesos, sobre el filo de la corrupción.
Aunque Busto no cree en la suerte como única solución, dialoga con ella, personificándola: “— Ah, Suerte, haz el milagro: un enredo de palomas me hace un nudo en la garganta. Ya no sé cuál es la historia, ni cuál la bandera blanca. ¿Por qué debo envejecer si los besos no me alcanzan?”… Así nos revelaen una sucesión de imágenes que nos conducen a puerto seguro. Y otra vez lo veo lento, silencioso, como el hombre que sufre y saluda y busca: Café-compañía, Café-miradas, Café-palabras, Café-sonrisas, y después se aleja bajo el sol, quemado y caliente, pero con un nuevo verso por gestar.
Un texto suyo es particularmente desgarrador: Hay tristezas más grandes que un océano, donde desgrana sus angustias más profundas cuando dice: “Hay tardes tan parecidas a la desolación, que solo una mirada, una mirada de luna y campanario, una mirada de ámame y no preguntes, podría salvarnos…”.Un detalle muy importante y raro de hallar es la ausencia de adjetivos. Un diluvio de verbos y sustantivos se derrama en preguntas y confesiones que hacemos nuestras. Es valiente este hombre que elige mostrar sus vísceras sentimentales.
Veamos cómo termina Nochebuena en la villa del espíritu santo: “… ¿Cómo decirle a mi hijo que hoy es Nochebuena, que bendiga la cena y que comparta cuanto soberanamente debemos compartir?”. Avanza hacia sí mismo. Y con lucidez nos advierte: “Si realmente no sabes qué hacer con la palabra cuando el olvido festeja el naufragio del talento, nunca la pidas”. Es profundamente existencial este pensamiento, porque nace de un lago muy hondo, de un abismo existencial de dimensiones infinitas, pero resuelto, sumergido en líneas que revelan a un hombre culto, conocedor del idioma, que deja fluir sus preocupaciones sabiéndose común a muchos, igual a tantos, endeble como todos.
Por eso camina bajo el sol como si flotara, silencioso, anónimo, aleccionador como el hombre que se mira y nos mira, se escribe y nos escribe. Manuel González Busto nos toma de la mano y nos conduce hacia una lírica llena de sorpresas, preguntas y fabulaciones. Nos insta al convite, dueño de la palabra y la verdad. Y las empuña. Y las derrama. Y deposita su herida en una escritura que lo salva, que tiene una voz: la suya. Y un protagonista: su hermano. Un hermano que es“romance y luna, lago y diamante…”. Y sin cortapisas confiesa: “Yo no puedo hacer una vida normal”. Y es evidente, porque es excepcional como la imagen que se instalara en mí, cuando leía, en la década de los 80, aquel verso inaugural: “Muy pocos en mi ciudad han visto el Sena”.
Manuel González es un poeta del XX en este XXI de globalización. Lo aprecio mucho aunque nunca se lo diga. O ya nunca se lo diga, desde que no asisto al taller de ese otro poeta de resistencias, nuestro amigo común Rosendi.
Un grande mi amigo y vecino Manolo, como lo conocemos, le deseo muchos éxitos en su vida, un saludo desde Italia.