De Serafín Sánchez se puede decir lo que de pocos cubanos: fué, es y será un servidor leal de su patria. No hay elogio comparable á éste, ni satisfacción más grande que poder mostrar á los cansados de ayer, á los descreídos de hoy y á los indiferentes de mañana, este ejemplo vivo de un hombre que no sabe lo que es ceder, de un militar que reúne todas las cualidades bellas del soldado: el valor, la inteligencia, el tesón, la autoridad, acompañadas de las virtudes cívicas más resplandecientes: la dedicación al trabajo, la modestia, la constancia, la pureza en las costumbres y la rectitud inviolable de carácter. Siéntanse pequeños los mismos que fueron grandes ante este cubano que no ha envainado la espada, sino que está dispuesto como siempre, como lo estuvo en el 68, á combatir por la libertad; levántense á la altura de este jefe, que en once años de pelea contribuyó á la gloria patria, y que no creyó su deber concluido á la primera oportunidad con sus padecimientos y sus penas, aunque Cuba no fuese independiente porque ya había hecho su parte de labor, porque el laurel ya había ornado sus sienes, ni se ha entretenido durante la paz maleante en pasear el grado en las emigraciones agradecidas, ni se ha servido… sí, es verdad, y la verdad se ha de decir, con las palabras proféticas y viriles del soldado impecable de la guerra, del incólume y cívico La Rúa: “del mérito y renombre conseguidos después de años de trabajos y de penas, como escudo con qué cubrir lo innoble y lo personal”. ¡Las estrellas del general Serafín Sánchez, no las empaña ninguna nube, brillan con luz purísima, y servirán de guía á los jóvenes, á los mártires y héroes de la jornada!
Apenas tenía veintidós años (*) cuando estalló la revolución. Dos años antes terminó sus estudios en un colegio de Jesuítas, y practicaba desde entonces la agrimensura, ocupación á que se dedicó por sus inclinaciones naturales á la exactitud y á la vida al aire libre que había gustado en el potrero de su padre, rico propietario de Sancti Spíritus. Serafín Sánchez demostró desde la niñez independencia de carácter y amor á Cuba; no pudieron los influjos de sus maestros religiosos destruir sus opiniones radicales, inculcadas en su generoso corazón por miembros ilustrados de su familia, que no podían ser sino revolucionarios, “porque aquella juventud seria y llena de moralidad no sabía mistificar la idea pura de su cubanismo sincero ni confundir las aspiraciones nobles y levantadas del patriotismo real con ese otro que ahora se llama política hábil y oportunista, y que no es en realidad sino el arte de vivir, que consiste en el acomodo de las especulaciones lucrativas puestas á servicio de los apetitos personales, y en las que no queda vislumbre siquiera de ideal humano y divino, sino simplemente lo grosero, lo material, lo abyecto”. En esta escuela de moral patriótica se formó Serafín Sánchez, y al entrar de lleno en las filas de la revolución que se iniciaba, lo hacía espontáneamente y sin esperanza de más premio que morir por la honra de la patria libre.
En diciembre de 1868, la guerra, que se enseñoreaba en Oriente y Camagüey, tuvo sus chispazos en Sancti Spíritus, colindante con esta comarca; el 5 de dicho mes, al occidente de Morón, ó sea de la que fué después Trocha militar de Júcaro a Morón, fuerzas camagüeyanas, al mando del coronel cubano Manuel de Jesús (Chicho) Valdés, dieron un combate desastroso en “El Trapiche”, donde pudieron más el número y el armamento que la bravura y decisión desarmadas é inexpertas. Días después, llegó furtivamente al territorio de las Villas “el hombre honrado”, el patriota Honorato del Castillo, espirituano de nacimiento, que cursaba medicina desde hacía años en la capital, mientras enseñaba en “El Salvador”, y empezó las labores que tenían por fin la revolución inmediata; Sánchez se le unió de los primeros para ayudarle en sus trabajos preparatorios, y el 6 de febrero de 1869, día del pronunciamiento general de las Villas, con la gente reclutada, se incorporó Sánchez á las fuerzas del malogrado coronel Leonte Guerra, del Camagüey, que operaba en territorio de Morón. Con él fué su bautismo de sangre, estuvo en la toma de Mayajigua, el 10 del mismo mes, y más tarde en el ataque de Chambas, después de recoger como 500 hombres se dirigieron al Centro, donde los aguardaba Castillo, el primer Jefe de Sancti Spíritus. Como oficial asistió á cuantos hechos de guerra sostuvo este prestigioso general, de quien decía Agramonte la víspera en Jimaguayú: “no lo hemos llorado bastante”, hasta el 20 de julio de 1869, en que desgraciadamente fué muerto por los españoles en Naranjo, á tres o cuatro leguas de Morón. Sucedió en el mando de las fuerzas el temerario general Angel Castillo, y su primer golpe fué vengar la muerte de su compañero en armas, Honorato. El 7 de agosto de 1869 salió de Ciego de Avila el teniente coronel español Ramón Portal, con una fuerte columna; Angel Castillo le prepara una hábil emboscada en el camino; más adelante de donde tenía apostada su gente, con la orden de que nadie disparase hasta dar él la señal con su revólver, colocó unas estacas para impedir la marcha de la caballería. Llega el enemigo, y supone que los patriotas están después de las estacas; se abre la caballería en dos alas, y la artillería comienza á cañonear á los patriotas que juzga en frente; entonces el bravo general dispara su revólver; se lanzan los cubanos al camino, machete en mano, y sin esperar el resultado de la acometida, Angel Castillo, seguido del Estado Mayor, se echa al claro; con su arma derrumba á los artilleros, se apodera del cañón ¡para que sólo siendo cadáver pudieran quitárselo!, ¡se monta sobre la pieza!, el jefe español, herido, se rinde; las fuerzas se desbandan en retirada presas del pánico, dejando armas y convoy; la victoria había sido completa: Honorato estaba vengado! Serafín Sánchez fué uno de los héroes, aún más sublime en las desgarradoras escenas que él ha descrito con tanta maestría en el boceto Manuel Rodríguez, cuando el cólera terrible visitó el ejército vencedor: él que se había encarado con el enemigo unas horas antes, no sintió achicársele el corazón ante este otro adversario imperdonable; con alma piadosa consoló á sus hermanos en la agonía tremenda de aquellos instantes, y enterró con mano caritativa al rígido y demacrado amigo, al subalterno que expiraba en medio de calambres torturantes; dos días y dos noches cumplió el sagrado deber; de veintidós que se prestaron al oficio sublime, sólo siete se salvaron: Serafín Sánchez fué uno de ellos.
A quien es capaz de semejante abnegación, no es extraño encontrarle un mes después, el 9 de septiembre, al lado de su jefe, en el foso fatal de Lázaro López, donde cayó, para no vencer más, el legendario Angel Castillo, ni hay que asombrarse de que Sánchez intentara en vano, con peligro de su vida, llevarse el cuerpo del cubano audaz, que nos enseñó á vivir sin tacha y á morir sin miedo.
En la división que mandó durante tres meses el general venezolano Cristóbal Acosta, é interinamente el brigadier Marcos García, hizo todo el resto de la campaña del 69; en el 70, á las órdenes del táctico y organizador coronel José Payán y del digno andaluz teniente coronel Diego Dorado, estuvo en todas las dichosas acciones de las huestes espirituanas y adquirió la pericia y el amor á la disciplina que después le han caracterizado, hasta marzo de 1871 pudieron sostenerse los patriotas en Sancti Spíritus, pero la carencia de medios de defensa obligaron al bizarro español general Francisco Villamil, jefe entonces de la brigada, después de la salida de Payán de la Isla, nunca deplorada lo bastante, y la muerte prematura de Dorado, á retirar sus fuerzas al Camagüey.
El 71 y el 72, años de prueba, que fueron como el crisol depurador de la guerra, no desalentaron el alma serena y optimista de Serafín; ayudante del gallego inolvidable, peleó en la tierra camagüeyana amenazada por la concentración de los ejércitos españoles y minada por la deserción y abandono de sus propios hijos; bajo su inmediato jefe, el coronel José González Guerra, y aspirando la atmósfera de virtud y patriotismo acendrado que acompañaba al mayor general Ignacio Agramonte, fué formándose el militar inteligente y democrático.
El 11 de mayo de 1873, día en que una bala caprichosa privó á Cuba de su libertador, quizás mandaba el capitán Serafín Sánchez una compañía, colocada en una meseta que se destaca en la hierba de guinea del potrero de Jimaguayú. Los españoles llegaron a Cachaza atraídos por las avanzadas cubanas, al efecto dispuestas por Agramonte; por retaguardia y por los flancos se vieron envueltos los españoles por la infantería de las Villas, por los ginetes del Camagüey, por los chinos arrojados; el enemigo estaba ya batido, cuando el Mayor con su escolta de cuarenta hombres creyó conveniente dar en persona algunas instrucciones al brigadier Reeve, que se hallaba al otro lado del campo abierto; al pasar junto a Serafín Sánchez, —quien tal vez fué el último que escuchó aquella voz vibrante que lo mismo ordenaba la carga, que conmovía en sus predicaciones ó convencía en la legislatura,— le preguntó: “—¿No ha recibido las órdenes?” “—Sí, general, de avanzar con mis hombres tan pronto usted lo disponga”. Serafín vió desaparecer la imponente figura, á galope, con sus ayudantes Varona y Díaz de Villegas, en medio de la crecida y ondulante hierba. Unos segundos después, regresaba Varona, á todo escape; en su rostro se leía algo nefasto: “—Serafín, una bala nos ha quitado al Mayor, y Díaz de Villegas también ha muerto; no digamos nada, se pueden desmoralizar las fuerzas”. Muy pronto se supo la noticia; los cubanos, que desde las ocho habían destrozado á los contrarios, se retiraron á las once, impresionados hondamente con la catástrofe, sin ocuparse del triunfo que se había obtenido en la batalla. Serafín Sánchez con ochenta hombres, de los cuales veinte eran chinos, permaneció en el terreno disputado; desenterraron á trece españoles, les quitaron los uniformes; los restos de Jacobo Díaz de Villegas recibieron sepultura con los honores debidos á su grado; pero todas las diligencias para encontrar el cadáver de Ignacio Agramonte fueron inútiles; con ese pesar inmenso se retiraron los cubanos del lugar. A las tres los españoles regresaron; un soldado tropezó con un cuerpo; lo registró; las cartas se las llevó al jefe; eran de Amalia, la mujer idolatrada del gran caudillo; “¡el cadáver es el de Ignacio Agramonte!” exclamaron; la victoria había sido de ellos; atravesado en un mulo lo condujeron á su ciudad natal, el Camagüey; allí, para nuestra vergüenza, mientras no ondée sobre ella nuestra bandera, lo insultaron y vilipendiaron los que en su vida no tuvieron valor bastante para darle la cara en la pelea; de sus cenizas aventadas, surgió, con más brillo y empuje la revolución que había preparado para el triunfo su espíritu severo y excelso; la revolución, que para baldón de su tierra natal, empezó á morir en el teatro de sus proezas, allí donde él había pronunciado la palabra que debe ser siempre nuestro lema: “Vergüenza!”.
Nadie con tantos títulos merecía el puesto que quedó vacante como el dominicano ilustre á quien Cuba cuenta como uno de sus mejores hijos, al Mayor General Máximo Gómez; en aquella oficialidad notable que acompañó al invicto guerrillero fué Serafín Sánchez uno de los más queridos del exigente disciplinario; con él hizo las rudas y brillantes campañas de 1873 y 74 que participaron con el ataque del caserío de las Yaguas y la entrada feliz a Nuevitas, y terminaron con la toma total de San Gerónimo. Nunca, como desde julio de 1873 á noviembre de 1874, alcanzó el Camagüey tal fama, por sus combates pequeños y sin número: el de Santa Cruz del Sur, donde el ejército se apoderó de cerca de quinientos rifles y más de ciento cincuenta mil tiros, la carga espléndida de la caballería camagüeyana en Palo Seco, la batalla magnífica de Naranjo, donde el coronel Flor Crombet recibió, como cruz, la marca de arrojo que ostentará siempre para su honor, los cinco días de las Guásimas famosos, la Sacra, San Miguel de Nuevitas, Cascorro, páginas refulgentes de nuestra historia, que ni antes ni después se escribieron. En la mayoría de ellas fué actor Serafín Sánchez, comandante en 1873, y teniente coronel, á propuesta del general Gómez, en enero de 1875, cuando la invasión de las Villas.
Este golpe estratégico, que tenía por fin destruir las fuentes de riqueza del español, no obtuvo el éxito que Máximo Gómez esperaba, por los obstáculos que opusieron al proyecto, la falta de cooperación, y los desgraciados acontecimientos en las filas cubanas.
En toda esta campaña Serafín Sánchez se mostró correcto y valiente. Con cincuenta hombres de su batallón atacó, el primero, el fuerte de San Antonio del Jíbaro, defendido por cuarenta soldados españoles de línea; trinchera que sorprendió á las cuatro y media de la mañana del 23 de enero, en medio del fuego de sus defensores, los desalojó después de una hora de lucha, teniendo que refugiarse el enemigo en el coro de la iglesia donde se rindió á la llegada del heroico general Julio Sanguily; cien rifles y cuarenta mil cápsulas quedaron en poder de los patriotas. Días después las fuerzas de Sánchez formaban parte de las columnas invasoras de Remedios y las otras Villas occidentales. El general Gómez, creyendo más útiles los servicios de Serafín Sánchez, le ordenó permaneciese en Sancti Spíritus, su pueblo natal, donde era práctico y tenía influencias; al poco tiempo organizaba nuevo batallón de 150 infantes y su correspondiente guerrilla de caballería de 30 hombres, tan bien armados y disciplinados, que el exigente general Gómez lo felicitó calurosamente por su obra. Con esa tropa batió continuamente al enemigo, atacando poblados y fuertes de la jurisdicción, como también de la de Remedios; en el ataque de la Barricada en la playa de los Perros, en el del Ingenio “Constancia”, cerca de Mayajigua, en el fuerte de Rosa María, con el valeroso teniente coronel José Rafael Estrada, demostró sus grandes aptitudes como jefe, por la previsión en los planes, la seguridad de juicio y la ciencia militar que revelaba. A principios de 1876 como primer jefe de Trinidad, con doscientos hombres inició su entrada en ese distrito, con la toma e incendio del fuerte Portillo, situado en el valle de San Luis, ocupando armas, cápsulas y caballos; con el coronel Mariano Domínguez saqueó el pueblo de Güinía de Miranda, siguiendo sin desmayar sus operaciones en aquella jurisdicción difícil y pobre para la guerra por espacio de cinco meses, hasta que se encargó de la primera brigada de Sancti Spíritus, que le encomendó el sagaz mayor general Carlos Roloff, a fines de 1876. Con estas fuerzas de caballería e infantería, unidas a las de la segunda que mandaba en Remedios el entonces teniente coronel Francisco Carrillo, tomó parte en la memorable acción, dispuesta por ellos, de las nuevas de Jobosí, en la cual fueron derrotados los batallones La Reina y Pizarro, á las órdenes del coronel Ayuso, después de seis o siete horas de sangriento combate en que el enemigo dejó más de cien muertos con sus armas, las cajas de cápsulas, el convoy, las tiendas y las demás impedimenta. Quince muertos y sesenta heridos costó el triunfo; entre estos últimos, Carrillo levemente, y Sánchez contuso en una pierna por la misma bala que le mató el caballo que montaba.
Entonces vino para el ejército de las Villas la época más crítica de la guerra; Sánchez, al frente de su brigada, hizo toda la brava y tenaz campaña de 1877 contra Martínez Campos, hasta la paz, combatiendo á cerca de 30,000 hombres, durante quince meses consecutivos; en las zonas de Cabaiguán y de Santa Lucía, con el brigadier Jiménez, derrotaron completamente al enemigo; dos días más tarde, en las zonas de Banao y Paredes, á menos de tres leguas de la ciudad de Sancti Spíritus, tuvieron recio encuentro con 150 hombres de caballería de la guardia civil, que emprendieron la fuga; una hora más tarde, tres guerrillas de infantería que vinieron en apoyo de los perseguidos, sufrieron igual suerte. En septiembre de 1877, con Carrillo, al frente de 300 hombres, derrotaron en “La Loma de la Papaya” á las fuerzas del capitán español Carpentier, quien perdió la vida; dieron combate en “El Guayo” al coronel José Lachambre, teniendo que retirarse los cubanos por falta de cápsulas. En octubre, luchó con denuedo contra el coronel Ochando y el comandante Hernández; en diciembre, además de pequeñas acciones, con su escolta de macheteros, Sánchez, en el potrero “La Campaña”, derrotó la vanguardia de una guerrilla española, y tomó el convoy en el camino de Pelayo. De los campamentos de la capitulación, y con el grado de coronel, —como dice Sánchez en su carta— al comandante Enrique Collazo, publicada en Key West en 1893, a propósito de ciertas apreciaciones del libro Desde Yara hasta el Zanjón, salió conspirando con sus compañeros de armas, Roloff, Carrillo y Cecilio González. El 9 de noviembre de 1879 se pronunció de nuevo en las Villas con Carrillo, Emilio Núñez y Jiménez, por orden del distinguido Mayor General Calixto García Iñiguez, quien lo ascendió á brigadier, secundando así el movimiento revolucionario de Oriente del 26 de agosto.
El movimiento no alcanzó la importancia debida, por los manejos de los autonomistas; pero hasta el último instante Sánchez, con sus esforzados compañeros, cumplió como buen militar y cubano; embarcándose por fin en un buque americano para los Estados Unidos, después de la rendición de Oriente y del general Calixto García Iñiguez.
Su vida digna y enérgica en el destierro ha sido tan bella, quizás, como su vida militar; con su compañera arrogante y bondadosa, no ha sabido él lo que es descorazonarse en el rudo combate por la existencia, y en ella ha encontrado siempre la patriota dispuesta a devolver a Cuba su guerrero leal, el esposo querido. A la República Dominicana, su “segunda patria” —como la llama él,— llegó, enfermo de cuerpo y de alma, y sin recursos. Se consagró al trabajo material del campo, ya en los ingenios de azúcar, ya en las líneas de ferrocarril, en una larga jornada de once años, ganando con el sudor de su frente su honrado sustento, pasando á veces miserias, pero jamás manchando con bajeza alguna su nombre límpido; sin olvidarse un solo día de la causa de Cuba, que es la causa de su cariño, de su corazón.
¿Y qué mejor corona, mientras espera la hora de la nueva guerra, que su vida en Cayo Hueso? De la silla gloriosa de mandar á la silla no menos gloriosa del obrero, podrá parecer un rebajamiento á los que no comprenden las grandezas verdaderas del carácter humano.
Otros pensarán que el soldado pierde lustre en el trabajo; pero los que quieren fundar pueblos libres y dichosos, republicanos de veras, admiran a este general que, durante la paz, toma su taza de café de manos de la mujer afectuosa y delicada, a la hora temprana del campamento y brega, sin murmurar de su suerte, durante todo el día: que cuando regresa a su hogar, es para escribir la carta que fustiga, que aconseja o que reanima, para poner en hermosas páginas las vidas ejemplares de los que murieron por nosotros, para amar, para soñar en el pasado, para hablar de los buenos, para pensar en el porvenir…
Con él iremos los que amamos a la patria y hemos jurado su libertad; bien se puede morir con el hombre que escribe estas palabras:
“Yo puedo afirmar sin jactarme de ello, que la guerra, primero con todas sus miserias y peligros, y la derrota después con todas sus penas y quebrantos, no han logrado de mí sino hacerme más firme y convencido en mis creencias primitivas. Así avanzo y no retrocedo, causándome cierta compasión los que dudan y se detienen; seré iluso, fatalista ó loco, pero yo me siento bien hallado con esas manías que hacen felices á los creyentes honrados y sinceros. Allí está la patria, el ideal, el porvenir, y allá voy yo con todo aquel que crea que tales conquistas del bien y de la humanidad le pertenecen de derecho; á esa clase de tarea del espíritu, me he consagrado desde hace 25 años; y ahora, cuando ya cuento 47 de existencia, no voy a renegar de ellas en el camino; ahora menos, por lo mismo que estoy más viejo y más cerca del fin de mi jornada terrestre. Yo puedo dejar mi familia á la patria, mi hogar tranquilo á otros que no deban marchar conmigo, mi descanso á los que deseen reposar, mi mesa de trabajo al que la quiera para vivir de ella; yo puedo ahogar mi cariño y beberme mis lágrimas amargas, puedo morir y me atrevo á sacrificarme muriendo; pero lo que no puedo hacer ni debo hacer, es dejar mi patria esclava del extranjero por mi punible indiferencia y mi falta de virtud patriótica”.
¡General Serafín Sánchez, la juventud cubana espera la orden de hombres de su temple y de su valer!
(*) Nació el 2 de julio de 1846
Nota: El autor fue abogado, fundador del Partido Revolucionario Cubano junto a José Martí y albacea del Héroe Nacional.
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