Como la de Cervantes en Don Quijote de la Mancha, la prosa de José Martí resulta a veces copiosa y barroca; pero, a diferencia de otros clásicos de la literatura, no hay en ella —salvo en sus pocas novelas y relatos— ni pizca de ficción literaria y sí un dominio asombroso de los antecedentes antropológicos, sociológicos, políticos e históricos del tema que trata. Así ocurre en su brillante ensayo Nuestra América.
En posesión del tesoro documental que son sus obras, hay razones de mucho peso para afirmar que si Colón fue el primer descubridor de América y el varón de Humboldt, el segundo, Martí fue el máximo conocedor del alma americana y lo demuestra en ese estudio insuperable que vio la luz el 10 de enero de 1891 en la Revista Ilustrada de Nueva York y que, sin lugar a la duda, tuvo —en gran parte— sus antecedentes en la Carta de Jamaica, de Simón Bolívar, pensador político de una profundidad suprema.
Ambos, Bolívar y Martí, estuvieron enfocados en la causa sagrada de la independencia de nuestros pueblos del yugo colonial español, y fue mérito primigenio de El Libertador haber vaticinado ya en los inicios del siglo XIX el peligro muy grave que representaban los Estados Unidos para el futuro de las repúblicas que iban surgiendo al sur del continente, al calor de las campañas libertadoras de las que él fue principal protagonista.
Cuando esto escribía Bolívar, acababa de cesar la dominación napoleónica sobre la Península, y España, mansamente dominada en un principio por el entonces más poderoso ejército de Europa, intentaba con su furor y bárbaros métodos tratar de volver a meter bajo su yugo a quienes habían saboreado fugazmente el placer inefable de la libertad.
De ahí que señalara: “El velo se ha rasgado y hemos visto la luz y se nos quiere volver a las tinieblas: se han roto las cadenas; ya hemos sido libres y nuestros enemigos pretenden de nuevo esclavizarnos. Por lo tanto, América combate con despecho; y rara vez la desesperación no ha arrastrado tras sí la victoria”.
Hizo entonces Bolívar un análisis puntual de la situación imperante en cada una de las partes de aquel inmenso paño de tierra de más de 17 millones de kilómetros cuadrados, valorando ventajas y debilidades en cada lugar para la colosal empresa libertaria que se proponía desarrollar.
Entre la Carta de Jamaica, fechada en 1815, y el originalmente llamado Congreso de Panamá, iniciado en junio de 1826 en la capital de la entonces provincia colombiana del istmo, mediaron 11 años, período en el cual se libraron las batallas principales que decretaron la expulsión de España de sus últimas colonias al sur del continente, y fue precisamente a finales de esta etapa que El Libertador hizo sus mayores esfuerzos por la integración de las noveles naciones recién emancipadas.
Una cúspide en esas gestiones unitarias e integradoras fue el Congreso —luego apellidado anfictiónico en evocación de la Liga Anfictiónica de la Grecia antigua—, con el cual Bolívar, por entonces erigido mandatario del Perú, buscó la unificación de los nuevos estados en un proyecto de unión continental sobre la base de los antiguos virreinatos, como en su momento había enunciado su compatriota Francisco de Miranda.
Ya en su Carta de Jamaica había expuesto el gran venezolano: “Es una idea grandiosa pretender formar todo el Nuevo Mundo en una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene su origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse; […] ¡Qué bello sería que el Istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos!”.
Su ideal unitario quedaría sin embargo resumido en su esencia más profunda, cuando más adelante en ese texto lo resume magistralmente: “Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria”.
Cuando Martí emprende su acción por la liberación de Cuba y Puerto Rico, había devenido el mejor alumno de Bolívar y dominaba a la perfección toda su obra conocida, habiendo hecho suyos los postulados de unión e integración latinoamericana y caribeña que aquel propugnaba.
Un lector agudo no puede pasar por alto la sensación de continuidad que existe entre esa famosa Carta y el ensayo Nuestra América, pues a lo que una tiene de estudio esencialmente histórico y político, el otro lo complementa con su medular antropologismo sociológico y etnográfico, añadiéndole una actualización acorde con los tres cuartos de siglo que separan ambos inapreciables documentos, y donde también está muy presente la política.
Si, por ejemplo, Bolívar no pudo conocer en toda su perniciosa extensión el fenómeno del caudillismo, Martí lo analiza a fondo, lo desmenuza y expone conclusiones, como cuando apunta: “Las repúblicas han purgado en las tiranías su incapacidad para conocer los elementos verdaderos del país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos. Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador”.
Allí alerta Martí acerca de la tendencia a gobernar países nuevos con realidades muy propias, aplicándoles conceptos y leyes provenientes de la vieja Europa o los novísimos Estados Unidos; ambas erróneas. Pero, además, el Apóstol cubano pone el énfasis en la necesidad primordial de la unidad y en la certeza del peligro que corren las nuevas repúblicas ante el acecho extranjero.
Poeta de excelsa pluma y excepcional lirismo, el prócer cubano no distrajo su intelecto de la causa de la libertad de su patria, sino que con poquísimas excepciones —si ello hubiese sido posible— puso sus versos al servicio de la libertad de Cuba y Puerto Rico, por la cual también Bolívar quebró lanzas.
Cuando Martí prepara la Guerra Necesaria y cuando se une a ella en los campos de la isla irredenta, no tarda en dar rienda suelta a su pensamiento íntimo en su famosa carta al amigo mexicano Manuel Mercado, en la cual descubre el velo ya rasgado en ciertos escritos anteriores, aunque de forma implícita, sobre las verdaderas motivaciones de su lucha, cuando confiesa: “(…) ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país, y por mi deber —puesto que lo entiendo y tengo fuerzas con qué realizarlo— de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos, y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso (…)”.
Cuando Martí criticó al “norte revuelto y brutal que nos desprecia”, no lo hizo pensando solo en los cubanos, sino en los pueblos de todo el continente, porque nadie como él entre los pensadores de su tiempo supo calar tan profundamente en la entraña egoísta y rapaz de la que bautizó la Roma americana; ni en sus rejuegos políticos, ni en la podredumbre infamante de un pragmatismo a ultranza preñado de cinismo y desbocada prepotencia.
Martí desarrolló el bolivarianismo en sus más diversas manifestaciones, así como enunció los más complejos criterios que debían prevalecer en la unión de las nacientes repúblicas latinoamericanas, su papel en el equilibrio del mundo y la naturaleza de sus relaciones con los Estados Unidos. Para Martí, Bolívar aportó las ideas madres de todo un continente. En su criterio, El Libertador “(…) fue el genio previsor que proclamó que la salvación de Nuestra América está en la acción una y compacta de sus repúblicas, en cuanto a sus relaciones con el mundo y al sentido y conjunto de su porvenir (…)”.
No se puede obviar que a partir de la desaparición física de Bolívar hubo al sur del Río Bravo otros intentos de revivir su ideal unificador, pero fueron abrogados por la desidia, el fraccionamiento entre países y al interior mismo de las naciones noveles, y por la acción interesada y disociadora de un panamericanismo monroísta impulsado desde Washington, que tuvo en las oligarquías nacionales sus más fieles aliadas.
El 19 de mayo de 1895 cayó el mejor discípulo cubano de Bolívar arremetiendo contra la infantería española en Dos Ríos, en el oriente de la isla, pero su desaparición física no frustró, sino que solo pospuso sus sueños de unión y redención de nuestros pueblos. Cincuenta y ocho años después de aquel, su único combate, el tesoro de su legado heroico fue capaz de incentivar la acción de la Generación del Centenario y de su líder Fidel Castro, que lo reconoció autor intelectual de aquella gesta. Cinco años más tarde el ideal martiano bajaba victorioso de las sierras y se erigía en gobierno.
A poco del triunfo glorioso de enero de 1959, rotulaba Fidel: “Un sueño que tengo en mi corazón y creo que lo tienen todos los hombres de la América Latina sería ver un día a la América Latina enteramente unida, que sea una sola fuerza, porque tenemos la misma raza, el mismo idioma, los mismos sentimientos…”.
Desde entonces, sus llamados a la unidad se hicieron recurrentes y encontraron en el venezolano Hugo Chávez Frías, a partir de su triunfo en 1998, el par complementario para lanzar al ruedo un proyecto grandioso de unidad y cohesión de nuestros pueblos basado en las ideas de Bolívar y de Martí: la Alianza Bolivariana para los pueblos de Nuestra América (ALBA).
Desgraciadamente, Fidel y Chávez ya no están físicamente entre nosotros; los herederos naturales de aquella oligarquía de los Páez y Santander han resurgido con nuevos nombres y retomado el poder en países que por breve espacio histórico conocieron la bendición de una libertad hoy conculcada. Ahora se apellidan Uribe, Macri, Piñera, Bolsonaro…, algunos de ellos llegados al poder haciendo alarde de métodos hace mucho estrenados por Hitler.
Solo queda preguntarse: ¿por cuánto tiempo? Nuestros pueblos tienen la respuesta.
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