Hacía años que nuestro voleibol no convocaba a verlo, disfrutarlo y sufrirlo como este domingo 4 de agosto del 2019. Desde Lima, el equipo varonil había logrado enviar señales de esperanzas, aliento y optimismo tras el triunfo contra Brasil en semifinales un día antes.
Frente al televisor en Cuba o en el Polideportivo Callao de la capital peruana todos pasábamos, rematábamos y bloqueábamos. Incluso hasta gritamos y dimos un golpe en la mesa con el segundo revés ante la misma piedra en menos de una semana.
No pudimos contra Argentina en la final (25-20, 25-17 y 25-20), pero había sido una noche en la que un país entero se unió a través del deporte. Y lo hizo porque ellos, al llegar a ese tramo, encarnaron la expresión más excelsa de nuestros valores: entregados, perseverantes, victoriosos, cubanos, ¡muy cubanos! Podían ganar o perder, pero satisfacía verlos guerrear punto a punto, set por set, jugada a jugada.
Eran, con la lógica diferencia del tiempo y los podios alcanzados, una posible oxigenación ante el desastre del béisbol cubano en estos XVIII Juegos Panamericanos. Nos hicieron recordar las épocas doradas de la malla alta en que contábamos con unas Espectaculares Morenas del Caribe y otros hombres no menos espectaculares, cuyo bronce olímpico en Montreal 1976 y su título en la Liga Mundial de 1998 siguen siendo puntos culminantes y brillantes, pendientes de imitar todavía por una nueva generación de jugadores y entrenadores.
La tropa dirigida por Nicolás Vives, a punta de lápiz, ha venido dibujando desde hace tres temporadas la recuperación del voleibol varonil. Tras el traspiés de quedarse sin preseas en los pasados Juegos Centroamericanos y del Caribe llegaron a pelear un cupo para la Liga de Naciones hace solo unas semanas y también nos hicieron soñar con una presurosa clasificación al magno certamen, aunque cayeron en el último desafío.
Los apellidos Mergarejo, Osoria, Goide y Yant, por solo mencionar algunos del cuadro titular, comienzan a ser familiares ya para los aficionados, como lo fueron antes los de Pimienta, Diago, Denis, Sánchez y Hernández. Y por eso les exigimos más y acabamos siempre entre los inconformes con el fracaso. Este domingo hasta llegamos a pensar y desear que una corona era posible y que los nervios no traicionarían, que se crecerían incluso en el tercer parcial hasta extender el encuentro al tie-break.
Apagadas las luces del Polideportivo del Callao alguien aseguró que el voleibol cubano había, al menos, intentado hacernos feliz por una noche. ¿Y quién dijo que no lo lograron esos jugadores si nosotros, si Cuba entera estuvo pendiente de cada saque, levantó balones a la defensa y sintió cada uno de los errores técnicos por la lógica presión de un encuentro como este?
Con el último punto y el golpe en la mesa todos nos volvimos a casa o apagamos la televisión, y hasta suspiramos de dolor por el remate que salió por fuera o la bola que chocó contra la net en el segundo impreciso. Sin embargo, una joven de 28 años nos dio la lección mayor mientras bajábamos las escaleras. Recordó que había sido voleibolista cuando niña y nunca más había pisado otro taraflex o mundoflex porque nada lo animaba. “Ahora he vuelto a descubrir que amo a mi país como nada en este mundo”.
Si tan solo esa persona se sintió así valió entonces la pena tanto sacrificio y entrega, pues millones de cubanos pudieron sentir lo mismo y unirse la noche del domingo 4 de agosto de 2019. ¿Alguien lo duda?
Escambray se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social, así como los que no guarden relación con el tema en cuestión.