Cuentan que pinchado por la impaciencia y la incertidumbre, el General en Jefe Máximo Gómez interrumpió el silencio sepulcral de aquella mañana de septiembre de 1899 con una pregunta que dolía tanto como una herida de guerra:
–Pedro, ¿tú estás seguro de que los restos de Maceo y de mi hijo Panchito están ahí abajo?
El campesino humildísimo que en la madrugada del 8 de diciembre de 1896, casi tres años antes, había recibido los cuerpos sin vida del Lugarteniente General y de su ayudante; que les había dado sepultura en su finca antes del amanecer; que había marcado con dos pedruscos el lugar del enterramiento para que la manigua no se lo tragara y que, con sus tres hijos varones, había jurado guardar silencio hasta que terminara aquella guerra, fue tan respetuoso como categórico:
«Sí, mi General, lo juro; pero hay que seguir más hondo, y para que no quede duda le digo desde ahora que coloqué el cuello del joven sobre el brazo derecho de Maceo, como sirviéndole de almohada», le explicó al Generalísimo cuando todavía faltaba un buen rato para que la pala con la que cavaban comenzara a chocar con los mismos huesos que el lugareño había descrito.
Detrás de aquel ejercicio de entrega y de discreción estaba la orden del Teniente Coronel Juan Delgado de preservarlo todo en el más absoluto secreto hasta llegado el final de la guerra, cuando le sería informado al presidente de la República o al mismísimo Máximo Gómez, una encomienda que Pedro Pérez supo cumplir al pie de la letra, incluso hasta en los días de la reconcentración de Weyler.
Con todo el derecho y la autoridad del mundo, Juan Delgado, nativo de Bejucal e incorporado al contingente invasor en enero de 1896, convenció a sus superiores de que el enterramiento de aquellos guerreros ilustres no debía acontecer cerca de El Rincón, como sugirieron algunos –un lugar constantemente surcado por columnas enemigas–, sino en un sitio mucho más seguro y en absoluto secreto.
Aunque las versiones abundan, y a veces hasta se entrecruzan, se sabe que el propio Juan Delgado llegó con un reducido grupo de hombres hasta la finca Dificultad, en la zona de El Cacahual, donde le entregó la preciada carga a Pedro Pérez, esposo de su tía, quien a partir de entonces y sin habérselo propuesto comenzaría a cumplir la misión de su vida.
FUEGO SOBRE SAN PEDRO
Los cuerpos de Maceo y de Panchito habían sido milagrosamente rescatados por el propio Teniente Coronel Juan Delgado y un pequeño contingente de luchadores, después de que quedaran en un primer momento en el campo de batalla en medio de la confusión y el desconcierto que invadió a buena parte de la oficialidad mambisa, incluidos ilustres generales como Pedro Díaz Molina, el oficial de mayor graduación en San Pedro después del Titán de Bronce, y el Brigadier José Miró Argenter, jefe del Estado Mayor del vi Cuerpo.
Lamentablemente, el luchador más respetado de la contienda, con más de 600 acciones combativas, entre las que se cuentan alrededor de 200 combates de significación; con 26 cicatrices en su cuerpo –21 de ellas en la campaña del 68– y artífice de la proeza invasora, una hazaña comparada con las de Bolívar, fue sorprendido en pleno campamento por fuerzas del batallón No. 7 de San Quintín, que operaban entre Punta Brava y el Camino a Vueltabajo, en los límites con el Mariel.
Maceo había llegado sobre las nueve de la mañana del 7 de diciembre a San Pedro, donde no obstante su malestar –sus médicos confirmaron que en alguna jornada anterior había caído del caballo víctima de una suerte de desvanecimiento momentáneo y ese propio día presentaba fiebre–, desde su hamaca puntualizó su plan de hostigar Marianao y otros asentamientos periféricos.
¡Fuego sobre San Pedro! fue la última frase que se escuchó en el campamento mambí cerca de las tres de la tarde, antes de que la balacera enemiga impusiera un clima de desorden, en medio del cual el vencedor de Peralejo tuvo tiempo para vestirse y ensillar su caballo, pero ni siquiera logró encontrar un corneta que tocara el muy temido ¡A degüello! con el propósito de llamar al combate a aquella tropa desconocida para él.
En medio de la sorpresa y muy molesto, Maceo descubre que el enemigo se encuentra parapetado detrás de unas cercas de piedra e intenta maniobrar para desalojarlo, pero la situación llega a su clímax mientras los suyos procuran cortar una alambrada que se interpone entre los dos grupos y una bala enemiga lo impacta junto al mentón ocasionándole la muerte casi instantánea.
Enterado de aquel desenlace, su ayudante de apenas 20 años, Panchito Gómez Toro, que se encontraba rebajado del servicio como resultado de lesiones en un combate anterior, sale prácticamente a inmolarse junto a su jefe, resulta primero herido y luego rematado por las fuerzas al mando del comandante Francisco Cirujeda, el militar que abandonó Punta Brava sin recoger el más preciado trofeo de toda su carrera: el cuerpo de Antonio Maceo, en aquel entonces el hombre más perseguido por España en todo el continente americano.
COMO EN CASCADAS, LAS MALAS NOTICIAS
Que Maceo decidiera abandonar Vueltabajo, donde su presencia era imprescindible en el día a día de la guerra, para entrevistarse con Gómez en territorio villareño revela por lo menos dos aristas de trascendencia en la progresión de los acontecimientos: la gravedad de las relaciones entre el gobierno de la República en Armas y el general en jefe del Ejército Mambí, el verdadero móvil del frustrado encuentro, y la fidelidad del Titán de Bronce a su jefe, el luchador dominicano.
El Viejo, como le llamaban al Generalísimo, andaba entonces por San Faustino, en el Camagüey, y no fue hasta el 16 de diciembre, nueve días después del combate, que recibió los primeros informes sobre la desventura de San Pedro.
Como en cascadas, los golpes terribles de la guerra seguían menguando a lo mejor del bando cubano, al punto de que, en 1895 y 1896, la Revolución había perdido a seis de sus imprescindibles: José Martí, Guillermón Moncada, Flor Crombet, Francisco Borrero, José Maceo y hacía apenas unos días, el 18 de noviembre, a Serafín Sánchez.
Dicen que en el Cuartel General del Ejército Libertador, cuando los oficiales más cercanos fueron a ponerlo al tanto de lo sucedido en Punta Brava trataron de consolarlo recordándole las campañas, las insidias y las noticias falsas que con frecuencia difundía el mando español, pero el guerrero de tantas batallas tenía un mal presentimiento: «Algunos de mis compañeros abrigan la esperanza de que pueda ser falsa –escribió–, pero yo siento la verdad de ella en la tristeza de mi corazón».
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