¿Quién duda que la oposición venezolana a estas alturas del juego político ya no decide nada?, sobre todo después de sus continuados fracasos de este año donde apostó al “todo o nada” y especialmente a partir de las declaraciones del secretario de estado norteamericano Mike Pompeo, de que a EE.UU. le había resultado “diabólicamente difícil” mantener unida a esa oposición de cara a las negociaciones con el Gobierno de Nicolás Maduro en Oslo, Noruega.
Para los observadores está claro que a Oslo los opositores acudieron presionados por la Casa Blanca y el Departamento de Estado, quienes les exigieron asistir al país nórdico para ganar tiempo, dar la impresión al mundo y a su propio país de flexibilidad, voluntad de negociar, y acercar posiciones hacia un objetivo común entre los diferentes partidos, grupos y movimientos que conforman esa variopinta cofradía que codicia el poder.
No son palabras sin sustento, puesto que fue el propio Pompeo quien señaló que, “en el momento en que Maduro se vaya, todo el mundo va a levantar la mano y —decir— ‘elígeme a mí, soy el próximo Presidente de Venezuela’, serían más de 40 personas las que se creen que son el legítimo heredero de Maduro».
Curioso resulta que frente a Oslo —donde una primera ronda negociadora concluyó sin acuerdos—, EE.UU., que en la práctica quedó aparentemente fuera del cónclave negociador frente a los dos bandos enfrentados, haya obrado, primero, como factor de presiónpara que hubiese tal encuentro, y, en general, como un ente más “moderado” que a través de declaraciones de su responsable para Venezuela, Elliott Abrams, deja abierta la puerta para una transición política en la patria de Bolívar, incluso con presencia del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), pero sin Maduro.
Quienes conocen con hondura lo que ocurre en el país suramericano ven un nudo gordiano muy difícil de deshacer, sobre todo después de la polarización extrema entre gobierno y oposición, y la exigencia mayoritaria del grupo que apoya al llamado presidente encargado, Juan Guaidó, de que cualquier acuerdo entre ambas partes tiene que pasar por la salida del poder del Presidente constitucional Nicolás Maduro.
Así las cosas, mientras los opositores y Abrams exigen también el desmontaje de la Asamblea Nacional Constituyente, elegida por amplia mayoría del espectro electoral que acudió a las urnas en su momento, y el citado emisario yanqui sugiere que el gobierno se integre a la Asamblea Nacional de mayoría opositora para compartir el poder, Maduro ha abogado por nuevas elecciones para renovar ese parlamento unicameral, en desacato desde hace varios años, lo que podría contribuir a eliminar la actual duplicidad entre un gobierno real —el suyo— y otro virtual.
En el plano jurídico, la pretensión de la salida de Maduro va en contra de lo que plantea la Constitución del país morocho, por lo que acceder a ella descolocaría al bando oficialista en su apego a la legislación vigente y crearía un nefasto precedente, pues quien hace una concesión de ese tipo abre la puerta a otras exigencias que llevarían directamente al desmontaje de la Revolución bolivariana, como pretenden Guaidó y compañía.
De otro lado, el núcleo duro chavista vería en tal acuerdo una traición a la voluntad del extinto Presidente Hugo Chávez Frías, quien en diciembre del 2012 dijo en comparecencia pública al pueblo venezolano que vendría nuevamente a Cuba para otra operación compleja del cáncer que padecía, y pidió que, ante cualquier evento sobrevenido, eligieran en su lugar al vicepresidente Nicolás Maduro Moros, el que ganó las elecciones de agosto del 2013 y luego las de finales del 2018.
Lo cierto es que, en la actual prueba de fuerzas, los analistas ven un empate en lo internacional entre ambas partes, donde se desarrolla una guerra mediática, y Guaidó tiene reconocimiento de Estados Unidos y medio centenar de otras naciones, la OEA y el Grupo de Lima, mientras en lo interno predomina el Gobierno, que cuenta con el apoyo de las Fuerzas Armadas, la estructura estatal y una base política mayoritaria agrupada en el PSUV, en torno al cual se conciertan otras agrupaciones progresistas.
Aun en el dudoso caso de que en una segunda vuelta en Oslo —o en otro lugar— la oposición y el Gobierno acuerden realizar nuevas elecciones presidenciales, la fragmentación del antichavismo lo colocaría en cierta desventaja frente a la unidad del PSUV y, por otra parte, como ya ha ocurrido antes, nunca esa oposición ha aceptado resultados electorales que le resulten adversos. Por tanto, es difícil que el sector oficialista acepte celebrar unos comicios donde tienen dos opciones: perder o ganar y que no se le reconozca la victoria.
Los chavistas están perfectamente al tanto que cuando una derecha recalcitrante recupera el poder, así sea por elecciones como en Argentina, o por trampas, jurídico-legales como en Brasil, luego la emprende con todos los recursos a su disposición contra los sectores de izquierda, impulsando políticas neoliberales y de sumisión al imperialismo norteamericano, sustentadas en una cruel represión contra el pueblo.
De ahí que, pese a la voluntad del Gobierno de negociar con todo el espectro opositor, ello incluye líneas rojas que no puede cruzar como una forzada renuncia de Maduro o la disolución de la Asamblea Nacional Constituyente, elegida por sufragio popular.
Es precisamente un momento muy peligroso donde Guaidó y comparsa pueden recurrir a cualquier extremo en su desespero por hacerse del poder, y Estados Unidos arreciar sus presiones para desestabilizar la situación hasta un punto en que puedan forzar una salida mediante el tan esperado golpe de Estado o una insurrección inducida interna o externa que recibiría apoyo político y material de Washington y sus marionetas, para acabar como en Guatemala, donde la represión dejó en tres décadas más de 200 000 víctimas.
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