Walfrido González Enrique o mejor, Fillo Torumbo, “como me conocen en mi Santa Lucía de siempre y hasta en Islas Canarias”, es un isleño de quijotesca figura que impresiona al primer golpe de vista.
Alto de estatura, de sonrisa amplia y permanente, de manos grandes y fuertes y de verbo tranquilo. Para nada su físico delata al guajiro que lleva sobre sus espaldas 95 años de vida y mucho menos, el centro de esta noticia: en esta campaña tabacalera completa sus 80 vegas, un hecho incitador de las interrogantes en busca del cómo.
“Es una historia bien larga y ni un tantito así se me ha olvida’o. Yo era un vejigo, tendría 11 años más o menos, y el viejo, natural de Las Palmas, tenía su conuco por aquí mismito. Santa Rosa se llamaba aquella finca y el tabaco era lo principal. Allí comenzó a entrenarme en la surquería pa’ la vida, sin decir ni una palabra. Apenas cumplí los 16, me hizo su partidario; me dio una yunta de bueyes y a trabajar la tierra se ha dicho. Y me amarré al veguerío, con la dicha de la enseñanza de mi padre”.
La memoria de Fillo Torumbo parece volar en el tiempo y se posa en aquella primera vega de tabaco que sus manos de muchachón comenzó a forjar.
“¡Fenomenal!”, exclama, como quien no quiere dar lugar a las dudas. “Faltaba de casi to’, menos bueyes, brazos, tierra, posturas y mucho trabajo. Era lo único seguro pa’ entrarle al surco. Si llovía, felicidades; si no, mira pa’l cielo e implórale que mande algo pa’ la tierra. Yo llegué a halar agua de un pozo y con una pipa y un jarrito me las ingeniaba pa’ la resiembra. Ni pensar en aquello es bueno”.
De esa fecha hasta hoy van 80 vegas; lo anuncia con una tranquilidad de espanto y con el verbo hecho sonrisa.
“Cómo hay que echar posturas pa’lante y encaramar cujes en la casa de curar. Los últimos años han sido con un rendimiento tremendo. Y para eso hay que empapar al surco de sudor; quien diga lo contrario no sabe de vegueríos.
“Ahí tienes a Ranqui Denis, el esposo de mi nieta Yanelis, que se ha quedado con la herencia de la tierra y de las vegas. Y mira que la guapea duro. Pero yo siempre a su lado, desbotono, meto mi guataquea de vez en vez, hago faenas en la casa de curar, le regalo mis experiencias y hasta le corto comida a los animales”.
Parece no estar transitando hacia sus 96 años de vida. Así lo delatan sus energías y esa virtud de siempre querer estar haciendo algo.
“Estoy fuerte como un potro y repito que es cuestión de suerte y de sangre. Me alimento lo mejor que puedo, nada de alcoholes ni cigarros; si no es imprescindible no trasnocho, nada de lloviznas, y alguna cervecita de vez en vez.
“¡Te repito: pa’l frío, que me den chocolate! No soporto tanto descanso, ya habrá tiempo. Si no estoy en la vega, me encuentras en el potrero, en los sembrados, entre gallinas, cerdos, vacas y terneros”.
Hay pausa en el diálogo; sonríe tranquilamente. Abre sus largos brazos y las palabras se desprenden.
“Pero lo más importante en toda esta historia es la familia. La mía es un tesoro, entre mi esposa, hija, mis nietas, mi yerno, mis bisnietos y todos los Torumbo de la comarca de Santa Lucía. Son mi fuerza, mi energía. Pero eso sí, compadre, no paran con el traqueteo de que si mis rodillas, mis años, si hago esto o lo otro. Y hasta el médico a veces conspira con ellos. No son fáciles, pero persevero, isleño al fin. Y no me estoy quieto. Sé que tienen razones; pero sentado en la casa, mirando las palmas, la arboleda y los animales. Qué va, eso no es pa’ mí”.
Con los 90 años sobre sus espaldas trepaba hasta lo último de la casa de curar. Los cujes pasaban sobre sus hombros, y en su cuerpo y en su ropa la meluza del tabaco lo delataban.
“Mira, estos muchachos no me pueden parar en medio de la vega, están vencidos, ni me cansan —expresa— porque este viejo es mucho Fillo Torumbo. Que no me hablen más de descanso. Me sobran motivos para cada mañana vestirme de guajiro y de isleño.
“Que me sigan regañando, pero mientras Walfrido González Hernández, o Fillo Torumbo, como quieras escribir, esté en pie, nada ha terminado. Aún no he hecho mi última vega”.
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