Como no pudieron vencernos a las malas a los cubanos, pues nos vencieron a las buenas en 1878, con astucias convertidas en sutilezas, halagos, buen trato a los insurrectos que caían prisioneros o se presentaban; concesiones más bien de forma, propulsadas por un astuto general español de nombre Arsenio Martínez Campos, quien utilizando hábilmente las disensiones en el campo revolucionario, logró que sus defensores dejaran caer la espada tras diez años de guerra.
Para finales de enero del citado año ya todo estaba decidido. La Cámara de Representes de la República de Cuba en Armas se autodisolvió, dejando la autoridad de la Revolución a un llamado Comité del Centro, encargado de negociar con el enemigo la paz sin independencia y sin abolición de la esclavitud, pactada finalmente el 10 de febrero de ese año en El Zanjón, sin tener en cuenta la opinión de influyentes jefes mambises que, como Antonio Maceo, seguían por entonces agregando a su gloriosa trayectoria, brillantes éxitos militares.
Grande resultó la sorpresa del espadón español Martínez Campos cuando recibió la carta en que un alto jefe cubano de nombre Antonio Maceo —a quien conocía muy bien de muchos lances— le manifestaba no estar de acuerdo con lo acordado y le solicitaba una entrevista, gesto que él atribuyó a “mera vanidad de mulato”, pero que no desestimó porque convenía a sus intereses.
TITÁN DE MORAL Y PATRIOTISMO
Pero, ¿quién era aquel hombre que, al cabo de tantos desencuentros al interior de la jefatura de la Revolución iniciada por Céspedes —en los que tuvo buen cuidado de no participar—, irrumpía ahora con fuerza redoblada añadiendo a su jerarquía militar, la cualidad política?
Era el hombre que el 12 de octubre de 1868, al segundo día del pronunciamiento de La Demajagua, se fue a la manigua y esa propia jornada pelea y es ascendido a sargento, inicio de una trayectoria que continuó a los pocos meses con los grados de teniente, seguidos ya a finales de año por los de capitán, para, en deslumbrante itinerario, ser nombrado comandante en enero de 1869 y antes de finalizar ese mes tener en su hombrera las insignias de teniente coronel, luchando a las órdenes de Donato Mármol y luego de Máximo Gómez.
En progresiva sucesión, interviene Maceo en la defensa de Bayamo y en toda una serie de combates, hasta que el 16 de marzo de 1870 derrota a una columna reforzada al mando del entonces coronel Arsenio Martínez Campos. Luego, en agosto de 1871, participa junto a Máximo Gómez en la invasión a Guantánamo, donde vence numerosas veces a las tropas peninsulares.
El 16 y 17 de febrero de 1872 derrota nuevamente en Jarahueca a las tropas dirigidas por el ahora brigadier Martínez Campos y prosigue su cadena de acciones victoriosas hasta que el 19 de diciembre figura en el asalto y toma de Holguín. Sin dejar de combatir, el 10 de noviembre de 1873 está entre los jefes que atacan Manzanillo, sus tropas resultan las únicas que alcanzaron el objetivo propuesto.
Del 5 al 7 de febrero de 1874 participa en la batalla de Naranjo-Mojacasabe bajo el mando del General en Jefe Máximo Gómez, y del 15 al 19 de marzo multiplican ese triunfo en la Batalla de Las Guásimas, traducida en la derrota más grande de las tropas coloniales españolas en Cuba, las que sufrieron 1037 bajas entre muertos y heridos. El 12 de abril está el Titán en el asalto y toma de San Miguel de Nuevitas, donde cae su hermano Miguel. Seis días después está en la toma de Cascorro.
En 1875 Maceo se multiplica en acciones bélicas contra objetivos españoles en Oriente y Camagüey, para en 1876 continuar su campaña indetenible, que el 28 de noviembre lo lleva al asalto y toma de Sagua de Tánamo, mientras otros contingentes bajo su mando ocupaban los caseríos de Juan Díaz, Cedro y Zabala, con un valioso botín de armas, municiones, víveres y pertrechos.
Siempre sagaz y combativo, Maceo y sus tropas asaltan el 7 de febrero de 1877 la villa de Baracoa, donde le causan al enemigo 52 muertos y le ocupan armas y otros efectos militares. Tras una estela de enfrentamientos victoriosos, acontece el 6 de agosto del propio año el combate de Mangos de Mejía, donde el joven general recibe ocho balazos.
Lo más triste es que durante la convalecencia del Titán se inician los contactos que llevarían semanas después a la paz sin independencia del Zanjón, promovidos por personas que estuvieron implicadas casi cinco años antes en la deposición del presidente Céspedes.
Ahora, increíblemente repuesto de sus casi mortales heridas, el general Antonio sorprende en Florida Blanca el 29 de enero de 1878 a una tropa española, a la que aniquila casi completamente, y le captura un valioso convoy. Cuatro días después, el Titán combate en la Llanura de Juan Mulato al Batallón de Cazadores de Madrid, al que le causa 260 bajas entre muertos y heridos. Dentro de las bajas mortales figuró su jefe, el teniente coronel Cabezas, y los cubanos se apropiaron entonces de la bandera, el archivo, los bagajes, las armas, municiones y mulos de carga que llevaban.
No había terminado la amplia cosecha de laureles del general mestizo, quien combate del 7 al 10 de febrero del propio año al tristemente célebre Batallón de San Quintín, victimario cuatro años antes en San Lorenzo, Sierra Maestra, del Padre de la Patria, y le causa 245 bajas entre muertos y heridos.
Ese es el hombre que se encuentra el 15 de marzo de 1878 en Mangos de Baraguá, frente a Martínez Campos; el mambí que el 10 febrero, en la misma jornada en que se suscribía el oprobioso Pacto en el Zanjón, daba a las armas cubanas una de sus más rutilantes victorias.
Fue aquel mulato santiaguero de 33 años de edad, con más de 20 heridas en su cuerpo, quien plantó bandera ante el general ibérico, venido al campamento de su inopinado adversario en los mangales de Baraguá, seguro de concretar allí el lauro mayor de su carrera: la pacificación de Cuba bajo el pendón de España.
Pero Maceo dijo: ¡No! y salvó el honor de los cubanos, porque aceptar la paz sin independencia y sin abolición de la esclavitud por la que tanto esfuerzo y sacrificios se habían ofrendado, equivalía a echar en saco roto una década de increíbles penurias, de sangre y muerte, de dolor y luto, para que todo quedara, más o menos, como en el punto de inicio de aquel holocausto inenarrable.
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