No se imagina de otro modo: la bata verde por encima de la blanca, de pie frente aquella incubadora y el estetoscopio auscultando e intentando descifrar lo que dicen tantos sollozos. Y no lo lamenta; ni siquiera hoy, cuando han pasado casi tres décadas de que se graduara de médico, cuando le ha entregado casi todos los días y las noches de los últimos 20 años a la Neonatología.
Pero la doctora Migdiala Soria Díaz, quien desde el 2013 lleva también las riendas del servicio provincial de esta especialidad, no dudó en ser médico ni tampoco en atender a los niños.
“Siempre me gustó la Pediatría y dentro de ella, los más pequeños. La Neonatología siempre me atrajo; me parecía que era la parte más sensible de la Pediatría y que era a la que uno tenía que prestar mucha atención por lo sensibles que son los niños a esta edad”.
Se lo propuso —acaso por lo obstinada que dice ser— desde que puso un pie en la Facultad de Ciencias Médicas que se estrenaba también en 1986. Allí cimentaría lo que es hoy.
“El 27 de julio de 1986 tuvimos el privilegio de poder participar en la inauguración de la facultad donde estuvo el Comandante en Jefe Fidel y compartimos muchas horas con él frente al teatro. Enseguida, con su luz larga, se dio cuenta de que la facultad no tenía piscina y dijo que en el terreno que quedaba entre la facultad de Medicina y el Politécnico de la Salud se construyera la piscina. Nos habló de lo importante que era formarnos como buenos médicos y del internacionalismo”.
Es un precepto que ha llevado consigo siempre, lo mismo en Guasimal, adonde llegó como recién graduada con una niña pequeña —su hija Yelena que naciera justo durante su último año de la carrera—, lugar en el que dejó muchos amigos más que pacientes; o en el círculo infantil Mambisitos de Baraguá, en el que trabajó luego, o en la vicedirección de Asistencia Médica del policlínico de Los Olivos.
Lo aquilató de veras en el cerro del barrio Macuto, del estado de Lara, en Venezuela, donde los niños se morían de más. Era el 2003 y Cuba llegaba a salvar en tierras venezolanas.
“Una de las cosas que me impactaron mucho fue cuando llegué al cerro y vi un niño muy pequeño —de esos que nosotros conservamos durante tanto tiempo en incubadora— en una casa dentro de una cajita en una cuna. La misión me maduró mucho porque vi desde allí lo que teníamos aquí en Cuba y me enseñó a valorar mucho más lo que ya yo valoraba; realmente vi tantos niños con enfermedades que ya están erradicadas en Cuba…
“También atendía la consulta de relación Cuba-Venezuela, donde se evaluaban los niños que debían venir a Cuba a atenderse. Luego, comencé a encargarme de la parte docente y de la formación médica de estudiantes venezolanos”.
Y regresar en el 2007 a su otro hogar: aquellas salas cerradas de verde donde el llanto irrumpe a deshora, donde el reposo llega a veces cuando el latido de los monitores se torna más estable, donde vive más que en casa.
No le pesan ni las horas ni los desvelos. Aunque le cueste admitirlo, en aquellos indicadores está también su éxito: ubicarse el servicio entre los mejores del país, la elevada supervivencia del menor de 1 500 gramos, los bajos índices de mortalidad… Mas, prefiere el nosotros antes que la primera persona.
“Esto que he logrado en nuestro servicio ha sido gracias al trabajo en equipo. Estoy muy satisfecha de todos los médicos que tengo hoy; están bien capacitados, con un nivel científico elevado y preparados para en cualquier momento del día y de la noche acudir a la comisión del niño crítico a evaluar los pacientes.
“Realmente yo soy un médico más del servicio que me encuentro en estos momentos dirigiendo el equipo. Lo he hecho con mucho gusto, porque he tenido la respuesta de todos los compañeros y todo lo que hago y todo lo que he hecho —que es dedicarle todas las horas de la vida sin descanso— lo he podido lograr, primero, por la ayuda de todos mis compañeros y, en segundo lugar, por la ayuda de mi familia. De no ser por la ayuda de mi compañero y de mis hijas no hubiese podido alcanzar lo que hoy tengo aquí”.
Es un logro también de la retaguardia esa que queda en casa y cocina cuando las horas no alcanzan porque en la noche hay que volver para el hospital; esa que se empina y crece porque mamá siempre no está para ayudar con las tareas escolares. En toda historia hay nombres anónimos: Nelson —el compañero fiel desde hace más de tres décadas—, Yelena y Yanela, las hijas estudiosas y buenas que ha educado, por las que se desvive y a las que a ratos menciona emocionada entre lágrimas; los padres, los hermanos…
Pero todo se debe también a esa obsesión por salvar. “Eso va en la obstinación que tenemos todos los neonatólogos en atender bien cada paciente, en estar cada momento al lado de cada uno cuando lo necesita y, aunque creas que no, el neonato lo dice todo, lo que hay es que entenderlo y que el tratamiento le llegue en el momento oportuno. Hay que trabajar con mucha dedicación, sino no sale el resultado que hoy tenemos en el servicio, que realmente está entre los mejores del país al cumplir los objetivos de trabajo que se nos piden”.
Por eso pesa tanto, aun hoy, cuando uno de aquellos pequeños no logra sobrevivir. “Cada vez que fallece un niño es muy difícil, primero, con el paciente con el que no cumplimos y luego con la familia. Cuando fallece un paciente, por supuesto, uno lo analiza en colectivo cada detalle, pero se ve como algo que nos tiene que dar más fuerzas para seguir”.
Experiencias de las que se aprende y se comparten, ya sea en otros hospitales de la isla o en Brasil, adonde llegó hace años para un entrenamiento en banco de leche materna —y materializó hace un tiempo en el servicio— o en México, donde intercambió sobre el neonato crítico. Tras cada logro, un desafío.
“Creo que uno de los retos de nuestro servicio ha sido salvar todos los niños que podemos, tener éxitos en el paciente quirúrgico —que hace unos años que empezamos a atender aquí y para nosotros fue un reto que cada paciente quirúrgico lo podamos salvar—, tener buen manejo del paciente cardiovascular y el último reto que nos falta por alcanzar es lograr comenzar el servicio abierto de Neonatología aquí en el Hospital Provincial”.
Lleva dosis de sacrificio y muchas horas. A estas alturas los desvelos ya se han vuelto costumbre, tanto que solo creo que advierte el agotamiento al preguntarle:
¿Y cuándo descansa?
“¡Ah! yo creo que no descanso nunca; hace muchos años que realmente no descanso. Incluso, cuando estoy de vacaciones en muchas oportunidades he tenido que venir; tengo un buen equipo de trabajo que me ayuda a que yo pueda descansar mis vacaciones, pero cuando ha sido necesario también he estado aquí en el hospital. En la noche a veces hay que venir cuando hay un paciente crítico, aunque hay un buen manejo de todo lo que está protocolizado. Ante cualquier situación me llaman para colegiar qué es lo mejor para el paciente”.
Tanto esfuerzo tiene recompensas y no son solo las fotografías que se cuelgan de aquel árbol pintado en una de las paredes del pasillo que han convenido en nombrar Árbol de la felicidad.
“El mayor regalo es cuando los niños salen en los brazos de las mamás y después cuando los vemos que ya son más grandes, incluso los que han estado extremadamente críticos, cuando nos traen esas fotos que tenemos nosotros por todos los lugares. Yo me siento feliz cuando los veo que se van bien, cuando los vemos por la calle, cuando sabemos que van bien en la consulta de Neurodesarrollo que tenemos en el Hospital Pediátrico o cuando no oigo decir que ingresen allí”.
Acaso por esas gratitudes que se desgranan cotidianamente no se duele de tanta entrega. “No me imagino en otra especialidad y no me arrepiento de haber hecho Neonatología ni de todos los años que le he dedicado y que por ellos le he perdido muchos a mi familia, pero no me arrepiento porque al final tenemos un resultado”.
Es, a su juicio, lo único que la enaltece. Ni las dos maestrías que ha hecho —en atención integral al niño y en educación médica superior— ni la categoría docente ni la condición de vanguardia nacional del Sindicato de la Salud ni el ser miembro de la comisión nacional de su especialidad ni el reconocimiento de muchos la encumbran.
A sus 52 años sigue siendo una mujer pequeña de estatura, sigue parada a deshora delante de aquellas incubadoras, sigue con nobleza exigiendo que todo se haga tan bien como se debe, sigue habitando un hogar compartido: la casa y el hospital.
“Yo ayudo al que lo necesite. Cuando me lo ha pedido el país y me han solicitado un criterio lo he dado; no me creo una persona reconocida, aunque tengo mis compañeros que me reconocen. Yo creo que he hecho lo que tenía que hacer”.
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