Vuelvo a retomar las palabras, quemantes y evocadoras, de Bertolt Brecht: “Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchanmuchos años, y son muy buenos. Pero hay los que luchan toda la vida, esos son los imprescindibles”. Poco tiempo atrás me había estrenado como reportero en Escambray, y recitaba, casi de memoria, los manuales de Periodismo, que planteaban que el periodista debe distanciarse de los hechos para ser objetivo.
Eso lo creí hasta el 7 de diciembre de 1989, cuando llegó a su fin la Operación Tributo, que permitió identificar, trasladar de regreso a Cuba y dar sepultura a los restos mortales de los cubanos caídos en misiones internacionalistas en otros países.
Banderas cubanas cubrían los ataúdes y osarios con los restos de los internacionalistas caídos en otras tierras. Y al lado, rosas blancas y rojo púrpura custodiaban la bravura de esos hombres. Muy cerca de ellos, de sus cuerpos, de sus huesos cercenados por la metralla, padres, madres, hijos… con aquel rictus amargo que aún continúa prendido a mis ojos.
No por azar solicité la cobertura periodística para La Sierpe; el regreso a lo nuestro, enaltece. Ese día a todos nos sirvió de cobija la Escuela Secundaria Urbana de la localidad. Con paso silencioso, miles de pobladores acudían a reverenciar a sus mártires, entre quienes faltaba Alfredo Tomás Calzada, primer cubano caído en la batalla de Cangamba, Angola. En representación de Sancti Spíritus, los restos mortales de este combatiente se encontraban en el Mausoleo de El Cacahual, en La Habana, en la ceremonia nacional, que presidió Fidel.
Meses después, este reportero iría al encuentro de Iraida, la mamá de Alfredo Tomás Calzada, en el batey de Natividad. Entre pitazo y pitazo del ingenio, esta mujer, que había participado en la lucha clandestina, me confesó que una madre nunca quiere que su hijo parta a la guerra. Y la entendí; había comprendido las razones desde aquel 7 de diciembre. Justo a las 3 de la tarde, partió el cortejo fúnebre para llevar hasta su último destino, el Panteón de los Caídos por la Defensa, los restos de los internacionalistas. Detrás de los ataúdes y osarios, que reposaban sobre los carros, iba un mar de pueblo, que no escondía sus lágrimas, esas mismas que me sorprendieron hace 30 años, cuando, frente a la ruidosa máquina de escribir, intentaba reseñar la conmoción de mi gente ante sus hijos amados, mientras el toque de silencio los hacía eternos.
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