Cuando Silvio Sánchez Hernández recuenta sus 80 años, calcula con gusto infinito y sorprendente lucidez que de ellos ha estado ligado a la parranda durante 64. “Casi la vida mía”, afirma con deleite sobre la pasión que desde entonces le roba el sueño una vez al año, aunque el resto del tiempo siga buscando el olor a pólvora y a madera. con sus visitas diarias a la nave del barrio de La Loma.
Estibar tabaco fue su oficio durante casi medio siglo; sin embargo, Silvio descubrió que construir carrozas y llenar tableros de fuegos artificiales le regalaba una plenitud tan poderosa que incluso podía vencer el agotamiento físico y el sueño, y porque esa cualidad distinguía en él cierta nobleza, cada vez que el calendario se detenía en diciembre disponía de una licencia laboral en su centro de trabajo para dedicarse por entero, incluso hasta 45 días, al rito popular que lo enamoró.
Ni los ruegos de Amelia, la madre, lo alejaron del peligro que dormía entre sus manos mientras fabricaba pólvoras para palomas, morteros, casquillos… Tampoco pudo entrarlo en razón el reclamo firme del hermano mayor que hubiera querido velar cada mecha encendida buscando altura para estallar. Silvio escogía una de las posiciones más arriesgadas: quitarles el papel a los tableros mientras otros cercanos empezaban a arder.
Aunque parezca increíble, nunca una chispa le hizo pasar un susto y, quizás por la confianza que ganó gracias a su propia sensatez, ha visto andar con regocijo a casi una veintena de miembros de su familia implicada en las parrandas, desde casi todos sus hijos e hijas, que son ocho, hasta nietos y sobrinos; lo mismo en la fabricación y el tiro de voladores que en el llenado de tableros, incluso sin remuneración, y no faltó una hija que brillara en la carroza de La Loma.
Pero la tragedia también vino un día y trastocó el entusiasmo de la familia parrandera: dos sobrinos de Silvio sufrieron quemaduras a causa de fuegos artificiales, y tristemente uno de ellos perdió la vida.
Aquel día que Alicia Pérez García decidió unirse a Silvio no imaginó que 60 años después todavía mantendría la vigilia por él, porque, pese a que ya no camina entre güines y morteros calientes, se afana en cruzar la Carretera Central todos los días hasta la nave del barrio La Loma, aunque no haya trabajo pendiente, como si quisiera acelerar el tiempo y que diciembre llegara, como quien marca el territorio donde habita una parte de sí mismo.
Tampoco supuso la esposa que con el matrimonio legendario heredaría la misión a la que una vez se aferró su suegra: esperar despierta hasta el último de los suyos para comprobar que habían salido ilesos del “ciclón” festivo.
Mas, ella tampoco ha escapado de la tradición que defienden sus descendientes y, al tiempo que insiste en que Silvio disminuya sus caminatas mañaneras, y rescata de la memoria cada diciembre de verlo en casa a retazos, ella también confiesa que ha llenado tableros para ayudar cuando el barrio está a punto de salir.
“Abuelo, yo soy cantarranera”, le dice a veces la bisnieta más pequeña. Lo mira, sonríe con picardía y luego lo endulza con su ternura infantil: “Abuelo, no te pongas bravo, yo soy lomera”.
La idolatría de Silvio por la parranda porta la lealtad incurable que lo ha hecho defender siempre el color rojo que identifica el barrio de La Loma, simbolizado con un chivo, devoción que se desentiende de ganancias materiales, probabilidades de éxito… Y quien conversa con él puede escucharlo decir incluso: “A mí de la piquera para allá no se me ha perdido nada”, al referirse a la frontera que divide los dos barrios: Cantarrana y La Loma. Uno se sorprende y sonríe.
Pregunto, para azuzar su memoria, cómo él hacía los fuegos, y responde con la obviedad de quien recién terminó uno. “Agarraba sal de nitro, azufre y carbón de cedro, lo pesaba, eso va por medidas —aclara la lección—, después lo metía en el pilón, le daba golpes a mano y luego lo ponía al sol…”.
A cada edad el esfuerzo que permite, porque para la voluntad de Silvio no hay punto final, y con tal de permanecer en el ámbito parrandero, al lomero empedernido le basta con desbaratar los cajones que agigantaron la carroza durante la última parranda el 3 de diciembre del 2018. “Se pueden aprovechar la madera y las puntillas, y esos cajones son del tamaño de la casa esta”, enfatiza para que quienes lo escuchan sepan que su dedicación nada tiene de sencilla.
Escambray se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social, así como los que no guarden relación con el tema en cuestión.