Entre ella y yo ahora media un “profe”; el mismo apelativo que le han endilgado hace décadas desde los alumnos más jóvenes hasta sus compañeros que también fueron un día estudiantes suyos y hoy, en algunos casos, se han vuelto sus doctores de cabecera.
Aun balanceándose en uno de los sillones de la sala de su hogar con aquella inusual bata de casa estampada y los labios pintados como si fuese a tomar el bolso y salir a trabajar, sigue siendo “la profe”. Y lo refuerza con las inflexiones de la voz que puede estallar en risas mientras revive los días en Victoria de Girón —la universidad habanera donde comenzó a estudiar Medicina— o entrecortarse al hablar de los padres o de las esencias que no debe perder jamás un médico.
En aquel hogar suyo desde hace solo unos años —adonde se llevó, más que la foto blanquinegra de los padres o de las nietas o el tocadiscos, tantos y tantos recuerdos— me dicta quizás la única conferencia suya sin planificar: la de su vida. Anastasia Lidia Valdivia Pérez, como quiso inscribirla el jurista aquel, es una cátedra.
A sus 71 años deben pesar ya las más de cuatro décadas consagradas a la Medicina, aunque lo disimule tanto como las canas. “Cuando veo que están saliendo voy corriendo a arreglarme el pelo, porque las canas la ponen a una muy vieja”, confiesa.
Y puede describir emocionada hasta los vitrales de los salones del Girón que le abrió las puertas en 1965, la acústica divina de las aulas, los novedosos laboratorios, la altisonancia de los profesores… La Medicina la deslumbraría luego tanto como la escuela misma, pero llegaba a estudiarla por puro azar.
“Yo iba a estudiar Estomatología y todos mis compañeros del Instituto iban a estudiar Medicina, se matricularon y empezaron, y dos semanas después llegué a Girón. No había salido en el periódico nada de Estomatología y es que Medicina empezó en septiembre y Estomatología no empezaba hasta enero y entonces mi mamá me dijo: ‘Mira, te vas a quedar sin una ni otra carrera; ¿por qué no te vas a estudiar Medicina que no te disgusta, la pediste en segundo lugar y están allá todos tus compañeros de curso?’. Entonces cogí Medicina”.
Se acostumbraría a casi todo: al uniforme verde olivo hasta las medias, a las preparaciones militares sorpresivas en las madrugadas, al rigor del estudio, a la lejanía de casa… Eso fue al principio; tres años más tarde llegaba junto al resto de los muchachos de la región central a Santa Clara, donde estrenarían el tercer año de la carrera y donde estudiarían hasta sexto.
“Cuando llegué a quinto año que hice Obstetricia me maravilló la Maternidad de Santa Clara y ahí realicé mi internado vertical, porque desde que hice mi primer parto me encantó”. Lo revela por lo bajo luego como quien no aquilata la trascendencia: la primera vez que trajo a la luz a un niño no tenía ni 25 años de edad, cursaba el quinto año de la carrera y “no me dio miedo, me gustó mucho”. Desde ese momento una especie de cordón umbilical la ataría a la Obstetricia; a partir de aquella primera vez no dejaría de hacer partos en 30 y tantos años.
“El doctor Paz Aguirre me dio tan buena docencia que yo hice hasta una histerectomía antes de irme para mi posgraduado, cosa que él no les permitía a otras personas. También trabajé mucho con León Villa, que era el jefe del departamento docente de Ginecología y Obstetricia de la Maternidad de Santa Clara; yo preparaba con él todos los medios auxiliares diagnósticos, lo ayudaba a aplicar exámenes, me ponía a calificar junto con él —fíjate qué grado de confianza— y allí me empezó a gustar la docencia”.
Con el título de médico no regresaba a Sancti Spíritus. Llegaba a Sagua la Grande para pasar los dos años de posgraduada, para vivir en el entonces albergue de las enfermeras, para trabajar en el Hospital Mártires del 9 de Abril y para enamorarse hasta los días de hoy.
“Cuando llegamos a Sagua no había jefe del departamento de Obstetricia y —sería por los antecedentes que yo traía— enseguida me propusieron; allí estuve dos años de jefa de departamento.
“Éramos solo cuatro obstetras: dos especialistas y dos sin ninguna experiencia que solo cumplíamos el posgraduado y cada cuatro días hacíamos guardia con enfermeras obstétricas”.
Sagua sería un punto de partida y de retorno siempre; acaso porque allí conocería a Orlando Alfonso Feíto, el muchacho que la velaba cuando pasaba a coger los carretones para ir al hospital y que ha vivido a su lado hace casi cinco décadas; o porque allá tendría a Celia Isabel, su única hija, o porque en aquel hospital atendió el caso que más la ha marcado en sus 46 años de profesión.
“Fue una pelviana que se me trabó la cabeza del nené en distocia última. Yo había acabado de entrar a la guardia y era un caso de la guardia anterior. Al momento la enfermera me dice: ‘Doctora, vamos, que la pelviana la tengo en la mesa y está pariendo, ya una nalga está afuera’, y al ver que salieron las nalgas y los brazos dije: ya es mía. Cuando logré hacerle la maniobra para sacarle la cabeza no se la podía sacar; entonces mandé a buscar al otro especialista y al anestesiólogo, que le dio anestesia para que se le relajaran todas esas fibras a ver si yo podía sacar la cabeza de aquel muchacho —pesaba como 9 libras y media— y ya el cordón no latía, estaba muerto. Es el único caso que me ha fallecido”.
Y mientras lo cuenta aún se le nota un dejo de pesadumbre insuperable. Hay desgarros que no curan ni los años.
A su hogar, aquella casa espirituana llena de tíos y abuelos, regresaría una y otra vez: a traer a la niña con un mes de nacida para poder hacer la especialidad en Santa Clara, cada fin de semana durante cuatro años…, definitivamente llegaba a Sancti Spíritus con el título de especialista en 1978.
“Fui para el Policlínico Sur que era cuando lo inauguraban. Trabajaba allí toda la semana y atendía los sectores 1 y 2 —Managuaco Dos Ríos Pancho Jiménez Diego Dorado…— con mi enfermera Natividad Curbelo y, luego, Bebita Noya; íbamos a pie o en lo que pasara a hacer terreno, captar embarazadas tardíamente a veces porque no iban a consulta. Tenía una guardia a la semana en la Maternidad que la hacía cuando salía por la tarde de mi consulta en el hospital gracias a que mi mamá, mi papá, Orlandito y mis tías me cuidaban a Celia”.
Lo hizo durante 14 años —“siempre ayudada por mi fiel amigo Pérez Castro que era el otro docente que me ayudó mucho” acota—; lapso suficiente para involucrarse en varias experiencias: fundar la Facultad de Ciencias Médicas; abrir aulas a estudiantes de sexto año, primero, y de tercero, después; llevar la docencia, junto a Sila Castellón, a Fomento, Yaguajay y a Jatibonico; iniciar la consulta de alto riesgo obstétrico…
“Los obstetras de la provincia me mandaban todas las gestantes de alto riesgo a esa consulta. Ahí tenía cardiópatas, sicklémicas, lupus eritematosos, pacientes con incompetencia cervical…; lo que hacía era remitirlas a las consultas de los otros especialistas porque no tenía un equipo multidisciplinario. Después veía a las que venían por Ginecología que cogían cola. Toda la que llegaba se veía”.
—¿Hasta qué año estuve dando la consulta, Orla? — pregunta a quien pudiera saberlo al dedillo, porque además de esposo fue el secretario docente de la Facultad casi hasta la jubilación. Fueron quizás más de 20 años simultaneados con guardias, pases de visita, exámenes a alumnos de pregrado y posgrado; incluso, después de 1994 cuando comenzó a llevar las riendas del departamento docente-metodológico de la entonces Facultad de Ciencias Médicas.
Y le dolió aquel cierre obligatorio de la consulta tanto como le costó desprenderse de la asistencia médica a tiempo completo. “La asistencia ya era muy fuerte para mí, lo sentí mucho; sobre todo, dejar los pases de visita porque yo creía que si no pasaba visita los muchachos no sabían lo que tenían que saber”.
A dejar el hospital la obligó también aquella catarata que, según la Historia Clínica que ahora hojea, fue operada en el 2009 —“hasta ese año hice yo mis guardiecitas”, dice—, el mismo padecimiento que hizo que luego de 18 años dejara la jefatura del departamento docente-metodológico y pasara a trabajar en la dirección de formación de profesionales donde aún labora como metodóloga integral.
En 46 años como doctora se hizo especialista de segundo grado en Ginecología y Obstetricia, defendió su tesis de maestría en la Universidad de Camagüey, alcanzó las categorías de profesora titular y consultante y fue a cumplir misión a Venezuela en el 2014. “Pudimos estar solo tres meses en Caracas porque Orla se enfermó, tuvo una encefalitis viral y tuvimos que regresar”.
De vuelta se jubilaría hoy y se reincorporaría mañana; seguiría integrando tribunales de pase de año de residentes, de cambios de categoría para los docentes; incluso, de Ciego de Ávila, Matanzas y Granma.
“Casi todos los residentes de esta provincia han pasado por mis manos”. Y cuando la juzgo de recia para azuzar respuestas aclara: “No, yo soy muy justa, las cosas en que fallan se las digo suave para que recapaciten. Les insisto: hay que estudiar, hay que tener cultura obstétrica, el ultrasonido no lo resuelve todo, hay que ir a la clínica”.
Lecciones de vida. Tantas ya que se disipan en las brumas de la memoria o más bien se resguardan en ese caparazón de modestia que descubro a ratos. Hay historias que cuentan pasajes de gratitud.
“A la casona vieja vino una señora con un niño que acababa de cumplir los 15 años. Ella había hecho la promesa que si su hijo llegaba a esa edad lo iba a traer para que me conociera. Me trajo muchísimas cosas y un paquete de arroz donde me puso: amor con amor se paga”.
Sería porque en casi medio siglo iría perfilando los atributos que ella misma cree imprescindibles en un médico. “El humanismo, la responsabilidad, la honestidad…”; lo escucho en susurro apenas por la voz quebrada de quien lo dice desde lo hondo, porque lo ha convertido en otra profesión de fe, porque a los 71 años los nervios también han crispado no pocas emociones.
“Si empezara otra vez volvería a estudiar Medicina. Tal vez lo que no haría sería la misma especialidad; yo creo que el glaucoma que tengo —aparte de la catarata— se lo debo a tantas malas noches que pasé”.
Respira profundo; en aquella bocanada va el aliento de 46 años. No es un día ni dos; sino una vida entera. Mas ha tenido otras pasiones: “Bordé mucho mientras los ojos me acompañaron. Hice mucha canastilla, trajes de novias, toallas, aunque lo que pagaban no daba ni para comprar el hilo. Me gusta mucho la música, los boleros de Luis Miguel, la trova; las guitarras me encantan”.
Será por eso que el tocadiscos no aparenta ser un objeto de reliquia en la sala. En aquella habitación no hay cuadros con títulos científicos colgando en las paredes —aunque tenga de sobra—; la presiden los rostros cándidos de las nietas y la estampa de la Virgen de la Caridad al fondo iluminada por una lámpara de pie. “La encendí cuando Orla se enfermó y se apagará cuando ninguno de los dos estemos aquí”.
Delante de mí sin poses de artificio hay una mujer que se retoca día a día ante las adversidades. Y aun balanceándose en aquel sillón mientras mece con tino los hilos de su vida se me figura distinta: el vestido sencillo pero elegante por debajo la bata blanca encima y el pasador aquel brillándole en una de las aberturas del cuello de la bata. Ha sido así siempre: Anastasia la profe.
Que gran alegria ver el reconocimiento más que merecido a quien sin ninguna duda encarna el ejemplo de medico -profesor y formador, personamente le estoy muy agradecido en mi formacion medica y humana, un abrazo grande , mucha salud . Dr. Jose Francisco Gonzalez
Q bello amanecer poder leer una cronica de quien es una excelentisima profesional,amante,de la medicina,la docencia ,la familia,con valores incuestionables,creo q los medios le debian esta publicacion.Hermana amiga,,mi profe,colega gracias por todo lo q nos distes,nos das y nos dara con todo cariño Dra.Miriam Gonzalez.
Que alegria ver a la Doctora Anastacia después de tantos años, fue mi Doctora en el Policlino Sur y la que atendio mi embarazo, con otros Doctores muy buenos también; Guerrita, Bolivar y Muga, todos excelente médicos, gracias Doctora, le deseo mucha salud y muchpos años de vida. Bendiciones para usted y toda su familia.