Hay que animar el títere, convertirlo en un ente vivo que acciona y reacciona, hay que darle sangre y tenacidad. Si eso no sucede, el titiritero no persuade a nadie, aunque el texto representado sea eminente. Un títere sin alma es un animal tirado a morir; y, por ende, estaremos acudiendo a una burda ceremonia que dista mucho de nuestro interés como espectador.
Bajo esta perspectiva fui a ver el espectáculo titiritero para jóvenes y adultos Historia del rey que rema, del dramaturgo argentino Roberto Espina, llevado al escenario por el Guiñol Paquelé, con puesta en escena de Pedro Venegas. Allí encontré a tres actores, iniciados en el arte de manipular títeres, haciendo un trabajo digno de elogiar. Haciendo y deshaciendo a sus anchas sin irrespetar los códigos del teatro: divertimento, cadena de acciones, proyección de la voz, buena dicción… Una labor titiritera que cualquiera diría que abunda en años de experiencia. Tres actores vivificando 12 personajes que se trasladan de tiempo y espacio para connotar su existencia y que sustenta el cuerpo dramático de la obra. Una obra donde el diseño escenográfico es impecable, y los títeres elaborados con esa maestría de la que se gozan los grandes de la nación. Elementos escenográficos y títeres que se mueven danzando en vida. Y que conste, no es que dancen impulsados por la banda sonora que sirve de apoyatura o contraposición a las acciones o al texto, danzan sin descanso desde un inicio con ese desenfado propio de los seres libres. Aunque hay que reconocer que en su fuero interior viven presos de las mutuas miserias de la humanidad. Pero es precisamente allí donde estriba que nos sensibilicemos con estos muñecos, que nos identifiquemos con su existencia. Si ellos sienten, el espectador siente; de lo contrario, reitero, el títere será un animal tirado a morir.
No pretendo referirme a la historia narrada sobre el escenario porque no pasa de ser una fábula más, sin que esta apreciación menoscabe su calidad dramática. Prefiero aludir al modo en que se ha resuelto, a través de la puesta en escena, ese texto que el director y su equipo han dividido en cuadros, quizás para ganar en claridad sobre la historia referida, o porque de ese modo enfatizan una línea conocida dentro sus producciones anteriores.
Desde luego, no todo es aplaudible. Creo que aún se debe hacer hincapié en el tempo-ritmo del espectáculo, comprimir más los cuadros y agilizar los intermedios que los condicionan; así se ganará, incluso, en una atmósfera de la que aún carece la propuesta en cuestión, ese clima de interacción que debe existir entre actor y espectador.
Estamos ante una propuesta que, aunque recién estrenada, avizora lo que en un futuro inmediato será un espectáculo distinguido para críticos y público. Ello si se trabaja con los ojos bien abiertos y un buen detector de piltrafas. De lo contrario, puede ser un borrador que complace, pero no ilumina. Aunque conociendo la consagración de los integrantes de Paquelé puedo divisar, desde ya, las luminosidades de esta propuesta artística.
Gustavo Ramos, es escritor y crítico de Arte
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