Nadie es imprescindible, reza un viejo proverbio, porque la vida demuestra que cuando falta un jefe, un cuadro, un cabeza de familia, siempre aparece alguien para sustituirlo, pero la relatividad de este aserto salta a la vista cuando el sustituto no está a la altura del contexto y el negocio, la empresa, o la dirección militar decaen o se frustran porque las cualidades no son las mismas.
Cuando el Mayor General Serafín Sánchez Valdivia cayó el 18 de noviembre de 1896 en el Paso de Las Damas, en medio de una venturosa ofensiva contra las tropas españolas, hizo falta en la comarca la presencia del mismísimo General en Jefe Máximo Gómez Báez para asumir las riendas de la guerra. Los demás generales en su entorno eran buenos, pero en la citada área geográfica, solo Serafín reunía todo lo que requería su alta responsabilidad.
A veces esas cualidades innatas del político o del guerrero, o de ambos, se descubren “un día” ante determinado giro de los acontecimientos. No es el caso de Serafín y de otros jefes y oficiales de excepcionales capacidades, como Antonio Maceo. Cuando se profundiza en la vida del paladín espirituano se observa que, peldaño a peldaño, aparecían en él desde niño y en rápida progresión las grandes dotes del jefe militar que llegaría a ser.
Digamos que, siendo vástago de una familia de la clase media, con tierras y rebaños de ganado y casas en el campo y la ciudad, el joven Serafín Gualberto prefería los aires y trajines de la campiña junto a jornaleros y monteros, al acomodamiento de la villa y sus rutinas sociales.
Aprovecha sus esporádicas estancias en el pueblo para hacerse agrimensor y maestro y no tiene temor alguno al rigor del trabajo para ganar el sustento, con al menos tres oficios donde podía desempeñarse, hasta que, al llamado de la Patria cuando solo contaba 22 años, conspira, organiza, coordina en Sancti Spíritus y en su zona norte los aprestos bélicos, para capitanear en la finca Los Hondones uno de los grupos que se alzan contra España en la jornada del 6 de febrero de 1869, en respuesta al llamado de Carlos Manuel de Céspedes.
A partir de esa fecha y batiéndose casi todos los días, el entonces teniente Serafín Sánchez derrocha valentía en reñidos combates al mando de distintos jefes, como cuando los mambises sorprenden el 7 de agosto de ese año a un convoy ibérico conducido por el coronel Ramón Portal, al mando de 250 hombres, donde se apoderan de armas y bagajes.
Al día siguiente, cuando el contingente insurrecto penetra en Camagüey y acampa en la finca Los Guanales, se desata una epidemia de cólera que amenaza con matar a todos. En aquel instante de terror se impone salvar a los soldados sanos para continuar la lucha, y Serafín y Manuel Rodríguez, la Brujita, se quedan de forma voluntaria formando parte de un grupo de 15 combatientes que permanecen en el lugar para atender a los enfermos y sepultar a los fallecidos, que ya pasaban de 70.
Del centenar largo de patriotas que allí quedaron, murieron todos los enfermos y, de los sanos, solo siete, incluidos Serafín y Rodríguez, terminaron aquella misión casi imposible y siguieron camino para continuar la lucha. Combate a combate, el espirituano casi muere cuando trata de salvar al general Ángel Castillo en un foso del fuerte Lázaro López.
Combatirá sin tregua el futuro general ganando grados al mando del Mayor Ignacio Agramonte y luego bajo las órdenes de Máximo Gómez, quien, tras los combates de Las Yaguas, La Sacra, Palo Seco, Santa Cruz del Sur y otros, lo asciende a comandante. Con él estará en 1874 en la enconada batalla de Las Guásimas y con él cruzará la Trocha Júcaro-Morón en enero de 1875.
Serafín ha ganado la confianza del General en Jefe, no con adulación o servilismo, sino a fuerza de honestidad y combatividad, y cuando el Generalísimo regresa a Camagüey en 1876 forzado por el regionalismo de algunos caudillos villareños, es al joven coronel a quien le entrega los fondos del Ejército Libertador en la zona central.
Existía para entonces tal grado de compenetración entre jefe y subordinado que se consideraban familia, y así hasta terminar la guerra. Cuando sobreviene la Paz del Zanjón —que ambos condenan—, y viene el exilio, se encuentran tiempo después en República Dominicana y es una relación afectuosa de compadres que luchan por el sustento, la que se establece entre ellos.
Serafín, cansado del fracaso de cada nuevo plan de insurrección y con “más luces” políticas, se va un día a Nueva York a encontrarse con José Martí, de quien ha escuchado opiniones excelentes y en quien la comunidad cubana deposita cada vez mayor confianza. Martí lo acoge y lo pondera, aquilatando las excelentes virtudes del flamante general.
Es Serafín, por la confianza que le inspira, de quien hace un activo colaborador del periódico Patria, y la figura prominente del Partido en los aprestos del Plan de Fernandina. Es precisamente Serafín quien, por solicitud expresa del Apóstol, logra el portento de reconciliarlo con Máximo Gómez, del que estaba distanciado desde el fracasado Plan Gómez-Maceo de 1884.
Cuando de la mano de Serafín, el Apóstol y el Héroe nacido en Baní, se dan la mano, allí estaba el esfuerzo aglutinador, la labor incansable del prócer espirituano, de quien el Maestro dirá con convicción: “Es persona de discreción y de manejo de hombres, de honradez absoluta y de reserva, y como usted lo ve tiene de columna hasta la estatura”, para añadir después: “Uno de los hombres de más dignidad y entereza que conozco, más sano y generoso, es nuestro general Serafín Sánchez”.
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