Dos aspectos medulares destacan las agencias noticiosas en torno al circo electoral en los Estados Unidos a menos de un mes de las elecciones del 3 de noviembre: los ecos del bochornoso debate televisivo entre el actual mandatario Donald Trump y su contendiente demócrata Joe Biden, y los efectos que, en general, tendrá el haber enfermado el presidente con el SARS-CoV-2, que, por su edad —74 años— y sobrepeso, significa mayores riesgos. Como ingrediente adicional aparece la lluvia de encuestas al respecto.
Debido a que el espacio limitado es un verdugo, vayamos a lo que consideramos esencial. Sí, como lo muestran los comentarios en la prensa estadounidense e internacional, hay coincidencia casi unánime en el carácter vergonzoso del debate, donde más que personas encumbradas por sus altos cargos, recursos económicos o trayectorias, Trump y Biden —sobre todo el primero—, hicieron parecer representación bufa de lo que debió haber sido intercambio de argumentos y formulación de propuestas que formaran parte de un programa político atractivo para los electores.
Primaron allí, según los observadores, la ofensa gratuita —esgrimida sobre todo por Trump como parte de su estrategia desestabilizadora—, los lugares comunes, las interrupciones, la no observancia de las reglas enunciadas por el moderador, Chris Wallace, para llevar a cabo un pareo civilizado; los exabruptos, las mentiras —otra vez Trump—, las incongruencias, las acusaciones con base o sin ella, el mal gusto y la falta de clase.
Con ínfulas de hombre de la nobleza por su alta responsabilidad, su imperio económico y su influencia en los medios, Donald Trump se comportó a la altura del más mediocre de los plebeyos, arrastrando con él a Biden, quien no se sabe si se ofendió por el espectáculo negativo ofrecido por su contendiente, o si se congratuló por haber tenido ante sí a un hombre que, con su conducta anómala y poco ética, contribuyó a mostrarlo mejor a él.
Y que conste, el impávido Joe podrá ser un tanto apático y de poco carisma, pero no tiene un pelo de tonto, y así lo demostró al hacer pública su declaración de pago de impuestos la víspera del enfrentamiento con Trump, de quien medios influyentes como The New York Times y The Washington Post acababan de poner en evidencia que debe al fisco decenas o cientos de millones dólares por haber dejado de pagar impuestos un largo periodo antes de su incursión en la política.
Tal como se sabe, a raíz de este ridículo encuentro sostenido en Cleveland, capital del estado de Ohio, las encuestas proliferaron para mostrar a un Biden con ocho puntos porcentuales por encima de Trump, quien, desesperado y viendo que el tiempo se le acaba, debutó junto a su esposa Melania el viernes con la COVID-19, lo que no se sabe si fue porque le bajaron las defensas a causa de su derrota ante Biden, o el resultado natural de su irresponsabilidad ante la pandemia, o, en cambio, una dolencia fingida para conmover a su favor al más que voluble electorado norteamericano.
En relación con esto último y, a pesar de la conocida falta de escrúpulos del actual mandatario, se ha ido imponiendo la realidad de que, una farsa de esa magnitud y a ese nivel, tan fácil de develar, es muy poco probable, y a Trump solo le quede capitalizar la conmiseración innata al ser humano ante casos de enfermedad potencialmente letal y fragilidad del individuo. Si ese pudiera haber sido su propósito, el tiro le salió por la culata, porque la desventaja de ocho puntos en encuestas previas, saltó a 10 puntos en su contra; es decir, de 41.5 a 51.5.
Desde el punto de vista de los analistas, aparte de las barbaridades formales cometidas en el cara a cara entre Biden y Trump, lo más grave es la falta de un programa claro de gobierno para solucionar los enormes problemas políticos, económicos y estructurales que afectan hoy a los Estados Unidos y que ninguno de los aspirantes enunció.
Lo anterior tiene no poca lógica, porque solamente una cura de caballo como podría ser una revolución en el Estado que representa la fuerza más contrarrevolucionaria del planeta, podría poner las cosas en su lugar. Empero, tal posibilidad resulta cosa de ciencia ficción, porque ese remedio conllevaría medidas que los republicanos y su cabecilla Donald Trump califican de socialistas y que tampoco aceptaría la poderosa ala derecha del partido demócrata, que por dos ocasiones sucesivas ha frustrado la precandidatura del progresista Bernie Sanders a la silla presidencial.
Para colmo, la nación imperial está involucrada en un abanico de delicados retos en la arena internacional, que, como la guerra comercial impuesta a China, amenaza con convertirse en un bumerán cuyos efectos negativos ya retornan al punto de partida. En este orden de cosas, la rivalidad económica con la Unión Europea y los problemas originados en los terrenos político y militar —entiéndase la OTAN— por la falta de tacto de Trump, su política de presiones y sanciones económicas y el chantaje permanente, más las fuerzas centrífugas, hacen tambalear la alianza atlántica.
Y ello sin hablar de la situación en Afganistán, Siria, Libia y en torno a Palestina; los serios diferendos con Rusia; las amenazas de guerra en el flanco sur del Viejo Continente, por el enfrentamiento entre la novísima alianza de Grecia, Chipre, Israel y Egipto frente a Turquía y sus apetencias petroleras y geopolíticas en el Mediterráneo Oriental…
En fin, que para los electores conscientes y preocupados en Estados Unidos —que por desgracia son los menos—, el pleito de perros de Cleveland tiene que haberles parecido un espectáculo infame y una imperdonable pérdida de tiempo ante los formidables retos de su país, cuyas fricciones a nivel social algunos observadores creen capaces de derivar en una guerra civil que equivaldría al fin del Imperio, al menos como se manifiesta en el presente. Hoy Donald Trump, como en su momento George W. Bush, vería como providencial otro suceso catastrófico que, como el del 11 de septiembre del 2001 en Nueva York y Washington, salvó la presidencia del tejano al costo de cientos de miles de muertos, pues los destellos de los avionazos contra las torres gemelas y la sede del Pentágono llevaron los fuegos de la guerra a Afganistán, Iraq y otros “oscuros” rincones del mundo, y lo mantuvieron a él, W. Bush, en la Casa Blanca.
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