Con la vanidad de toda una dama, Crucelia Hernández Hernández se fue con la elegancia de siempre a sus casi 97 años. Los tacones los llevaba impecables; los versos le abrieron el camino y mientras partía al encuentro con su esposo José y el hijo al que despidió antes de tiempo, la novia de la cultura guayense miró hacia atrás para decir adiós a su pueblo.
“Cuando digo de todas las penas, asimismo la he pasado de bien porque tuve oportunidades afines a mi temperamento. Soy seria, pero no es menos cierto que me gustan las picardías dónde y con quién se pueda jaranear”.
Me lo confesó en febrero último cuando, pegada a la puerta en aquella butaca blanca, contó cerca de un siglo de vivencias. La revelación sucedió horas previas a que sus Callados misterios se hicieran públicos, sin imaginar que sería ese su último poemario.
Te sueño muchas veces,
espero tus caricias.
Buscas disimuladamente que pase el tiempo
y cuando miro no estás
ni siento el calor de tu pecho
ni el murmullo de ayer.
Te esquivas, en silencio te ausentas.
Amor que me estremece
cuando te sueño
cuando ya no estás.
De su natal Taguasco salió con la lírica tatuada por dentro. Primero parió inspiraciones rimadas para sorprender a la familia en días de celebración; luego pulió la pluma hasta zarandear sentimientos.
La literatura la salvó en cada década; la ayudó a llenar ausencias, a exorcizar miedos, a escalar aun cuando la bata de farmacéutica le robaba horas frente a la cuartilla en blanco.
Fue el desconocido Guayos el puente que la llevó a un amigo. La puerta de su casa permaneció abierta para Fayad Jamís, con quien le quedaron diálogos pendientes. En los tés culturales bebieron la esencia de una amistad que solo selló la muerte de El Moro, quien de su puño y letra le dedicó los libros Brújula y Solo el amor.
De la literatura jamás se separó ni cuando en el campo devoraba páginas a la luz de los cocuyos. La pasión por el verso la obligó a mentir una única vez para integrar el taller literario, pero esas tertulias estaban a la altura de alguien que con un sexto grado dio lecciones de profesionalidad.
Musicalísima, débil ante los acordes de un danzón, sedienta de arte. Crucelia Hernández incursionó en la composición y textos melódicos suyos le merecen un espacio en el pentagrama de los aficionados. Arturo Alonso la acompañó en la aventura inicial y no pudo ceder a otras peticiones de una mujer que subió a los escenarios para recoger el premio a su sensibilidad, también hecha canción.
La autora de Con aro y paleta, Testigo de mis horas e Íntimo fulgor va rumbo a la eternidad con su pañuelo en una mano; no para secar las lágrimas, porque la risa la ayudó a disimular las penas; sino para retocar el maquillaje de una novia que nunca envejeció.
“Me siento tranquila y satisfecha. Por algo la gente dice: Mira a Cruz como se viste, porque me he sabido vestir según el lugar. Usé tacones siempre y mañana tengo ideas de ponérmelos”.
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