El Presidente de Cuba, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, convirtió el martes 22 de septiembre su intervención en el debate general del 75 período ordinario de sesiones de la Asamblea General de Naciones Unidas en un diluvio de verdades irrefutables contra el capitalismo neoliberal, la actuación perversa, prepotente y criminal de los Estados Unidos en la arena internacional, la actual pandemia de COVID-19 y la necesidad de reformar la ONU, como ejes de su discurso.
Ninguna entre las decenas de intervenciones de jefes de Estado o gobierno que se escucharon en el monumental hemiciclo, esta vez y por primera ocasión de forma no presencial por el SARS-CoV-2, tuvo el filo cortante de las palabras del dirigente cubano, incluidas las de representantes de potencias mundiales que sostienen diferendos con Washington y son víctimas de sus sanciones y amenazas.
Por contraste, EE.UU. escuchó críticas más o menos veladas, pero severas, de parte de países que considera aliados o vasallos, cuyos intereses son mancillados por la manera unilateral y egoísta en que ese imperio carcomido, pero en extremo peligroso, hace prevalecer los suyos sin miramientos sobre las aspiraciones legítimas de todos los demás.
En ese contexto, uno no puede menos que sentir orgullo por el hecho de que el pueblo de Cuba, pequeña isla de apenas 11.2 millones de habitantes, tuviera en su Presidente, en el organismo mundial, un paladín de las causas más nobles que la humanidad pueda albergar en el presente instante y látigo que flageló las espaldas inmorales de la nación que constituye hoy la mayor fuerza militar y económica del planeta.
En la voz de su mandatario, Cuba sumó la suya a las de muchos de los participantes, incluidas influyentes potencias regionales, para abogar por la adecuación de la ONU a la realidad actual, democratizándola para dar a su Asamblea General el peso y la influencia que le corresponde, y que hoy ve mermados los derechos consustanciales de los pueblos por las atribuciones excesivas de las cinco naciones con asientos permanentes en el Consejo de Seguridad y su derecho al veto.
Vale la aclaración de que el país que más ha abusado de tales prerrogativas es Estados Unidos, nación que utiliza ese privilegio propio de otra época para pasar por encima de la opinión mundial y dejar sin efecto las condenas y obligaciones por sus muchas violaciones del derecho internacional, como en los casos de Palestina, el Sahara Occidental, Siria, Irán, Yemen y otros muchos países, puesto siempre del lado de las peores causas de este mundo.
Iniciadas sus palabras por el tema de la actual pandemia, Díaz-Canel puso de manifiesto el reto inédito y en extremo peligroso para toda la humanidad que esta representa, con sus millones de infectados en todo el planeta y los cerca de un millón de víctimas que ya ha provocado, sin que se cuente hasta ahora con una vacuna efectiva que pueda pararla, la cual, según las más optimistas previsiones, demorará aún entre cinco y seis meses.
Y esa pandemia ha trastocado la vida en el mundo, haciendo cambiar hábitos y modos de vida, y distanciando a los individuos, a la vez que ha representado un rudo golpe para la actividad económica, con la amenaza de sumir en la pobreza y el hambre a cientos de millones de personas, que se sumarían a los más de 600 millones que hoy viven en la miseria y pasan hambre.
Si para algo ha servido el presente azote —que nos hará recordar en el futuro en términos sombríos este año 2020—, es para poner de manifiesto las grandes insuficiencias del capitalismo neoliberal, causante del debilitamiento y merma de eficacia de los sistemas sanitarios, lo que ha redundado en la pérdida de decenas de miles de vidas, al privilegiar las ganancias de las compañías y el mundo empresarial en general, sobre el derecho de los pueblos a la salud.
Para nadie es un secreto que es precisamente Estados Unidos el epicentro de la pandemia, con casi 200 000 muertos y una cifra acumulada de infectados que se aproxima a los 10 millones, sin que su Presidente, Donald Trump, cuente con el civismo necesario para reconocer que han sido el sistema y su propia negligencia, privilegiando la economía por sobre la salud de sus compatriotas, los factores detonantes del presente desastre, que han sufrido también otros Estados capitalistas en Europa y América Latina.
En cambio, el magnate-presidente, que acusa a otros de divulgar noticias falsas y ha devenido plusmarquista en eso de decir mentiras, ha acusado a China de ser responsable de la expansión del virus y hasta ha llamado al Sars.CoV.2 el “virus chino”, olvidó que fue precisamente él quien, en los inicios de la epidemia en Estados Unidos, le restó importancia equiparándola con un simple catarro.
En Cuba —y así lo puso de manifiesto Díaz-Canel—, lo primero es el hombre y por eso en la patria de Martí, por iniciativa del líder histórico de la Revolución, Fidel Castro, el país se empeñó desde los inicios de su gestión en el poder en crear un sistema de salud universal y potenciar el desarrollo científico, de manera que estuviera en condiciones de enfrentar con éxito retos como el presente, lo que le ha permitido mantener bajo control la pandemia, y reducir la mortalidad por debajo de los índices mundiales.
Hoy son muy pocos —si acaso existen— quienes puedan salvar al 80 por ciento de todos los casos críticos y graves que se registran, con la excepción de Cuba, y ello gracias a su sistema socioeconómico equitativo y solidario, hasta el punto de haber podido enviar a 3 700 colaboradores de la salud, integrados en el contingente internacionalista Henry Reeve y organizados en 46 brigadas médicas, que hoy prestan su apoyo en 39 países y territorios afectados por la COVID-19.
Para un observador imparcial, los Estados Unidos y, en particular, su actual Presidente, recibieron una andanada de sanciones morales por su comportamiento marginal en la arena planetaria, por ser violador consuetudinario de tratados y acuerdos internacionales, que afectan al clima y ponen al género humano ante el peligro de exterminio.
No hay defensa posible para el mandatario que puso en ridículo a otras cinco potencias del orbe, al salir de forma unilateral del acuerdo de control nuclear con Irán —tan larga y arduamente negociado—, para tratar de rendir por hambre al país persa, obligando a otros a secundar sus ilegales sanciones económicas de estrangulamiento contra un Estado soberano miembro de la ONU.
Tampoco merece impunidad el que sacó a Estados Unidos del Acuerdo de París sobre el cambio climático, de varias agencias de las Naciones Unidas, de la Organización Mundial de la Salud, del acuerdo de limitación de armas estratégicas Start III con Rusia y de otros muchas organizaciones y tratados internacionales. Todo ello lo denunció Cuba en la voz de su Presidente, con valentía y entereza admirables, poniendo de manifiesto, de forma implícita, que Donald Trump se conduce como el Adolfo Hitler de nuestro tiempo.
Cuba, en la voz de Díaz-Canel, alzó su voz en defensa de la República Bolivariana de Venezuela, a la que presta todo el apoyo posible pese a las tremendas presiones que recibe de Washington. Cuba alzó su voz también para expresar su solidaridad con Nicaragua, Rusia, China, Irán, Siria y otras naciones víctimas de las sanciones, presiones y amenazas del imperio.
Por todo esto y porque su misma existencia libre, soberana, socialista e independiente, a unas 90 millas al sur de Estados Unidos le resulta insoportable, ha devenido incompatible para el imperio marginal, abusivo y prepotente y sobre todo para Donald Trump y su cohorte de alabarderos de ultraderecha. Sí, somos como la clásica piedra en el zapato para el Imperio y le auguramos —de resultar Trump reelecto en la cita electoral del próximo 3 de noviembre— un doloroso caminar en los próximos cuatro años, porque esa piedra le estará recordando a cada instante la dignidad de un pueblo heroico.
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