Después del gran suspense creado por las elecciones presidenciales en Estados Unidos, las que, según todas las evidencias, ganó el candidato demócrata Joe Biden por más de 60 votos de compromisarios y más de 4 millones de sufragios populares, ha continuado el impasse del conteo de las papeletas en algunos Estados, matizado todo por las múltiples demandas interpuestas por los abogados del derrotado presidente Donald Trump en tribunales a distintos niveles de la nación.
Ha sido una puja inédita que dejó minúscula a la surgida en el año 2000 ante el empate técnico del aspirante demócrata Albert Gore y el republicano George W. Bush —quien contó con el apoyo del entonces gobernador del estado de la Florida, su hermano Jeb Bush—, disputa finalmente dirimida mediante decisión de la Corte Suprema de Justicia, de mayoría conservadora.
Quizá sin medir las consecuencias y teniendo en cuenta lo ocurrido entonces, el actual mandatario haya calculado que, en un final cerrado de las votaciones, podía alegar fraude —como lo ha hecho—, e iniciar pleitos jurídicos parciales que terminaran en un veredicto de ese alto tribunal favorable a sus intereses. Todo ello bajo el supuesto de que, si veinte años atrás funcionó sin mayores consecuencias, ahora resultaría de la misma manera, partiendo de la base de que, en esa instancia, seis de los nueve jueces que la conforman pertenecen a su partido.
Sin embargo, la situación actual dista mucho de la generada entonces. Los votantes demócratas y sus líderes saben perfectamente lo que sucedió en el 2000 y suman a la abultada lista de trampas y mentiras del actual presidente, su decisión de presentar y hacer elegir en el senado a una magistrada republicana para sustituir a la jueza liberal Ginsburg, fallecida hace algún tiempo, lo que, por elemental sentido ético debió dejar al gobierno que tome posesión el 20 de enero de 2021.
Pero, ¿cómo esperar consideración ética alguna en Donald Trump? Además, si hace dos décadas la diferencia de votos fue de solo algunas decenas de miles, ahora supera los 4 millones, lo que unido a la ventaja obtenida en el número de compromisarios, hace que la victoria de Joe Biden, reconocida incluso por prominentes figuras del “otro campo” como el ex presidente W. Bush, parece poco menos que imposible de revertir, sin importar los pataleos trumpistas.
Lo que Trump no ha calculado — ¿o si?—, es la peligrosa fractura que, con su actitud, ha contribuido a provocar en la sociedad estadounidense, polarizando como nunca antes a la población en dos bandos potencialmente irreconciliables, al extremo que no pocos observadores han alertado acerca del peligro de una guerra civil.
Es cierto que, a día de hoy, mucha agua ha pasado bajo los puentes desde aquel conflicto —1861-1865— entre el sur eslavista y el norte industrial, con su millón de muertos, que algunos atribuyeron a la oposición norteña al flagelo de la esclavitud, y que tuvo su verdadero origen en el modelo socio-económico sureño, considerado un freno para el avance económico, tecnológico e industrial de los Estados Unidos y las ambiciones hegemónicas de su casta dominante.
En aquella época el presidente republicano Abraham Lincoln fue presentado como el adalid de la más justa causa, mientras los sureños demócratas encarnaron lo más abusivo y retrógrado entre los dos grupos enfrentados. Siglo y medio después, la tortilla se dio vuelta, y los republicanos con Trump a la cabeza aparecen como los malos de la película —atributos bien ganados—, mientras los demócratas, gracias a su influjo menos extremista y el peso de sus bases progresistas, son percibidos dentro y fuera de los Estados Unidos como alternativa viable.
Lo anterior, en principio, es solo un espejismo. Se plantea con una montaña de argumentos, que en las elecciones de Estados Unidos no hay buenos y malos y, ni siquiera, regulares y malos, sino que el electorado norteamericano se ve obligado a elegir entre malos y peores.
El enconamiento entre sectores del propio pueblo estadounidense es el fruto del matrimonio por conveniencia entre individuos llegados de todos los confines del mundo, procedentes de distintas culturas y etnias, donde al decir de José Martí predominan los factores de división y de discordia y los intereses encontrados, por encima de aquellos que pudieran llevar a una comunión sin la división por partidos, grupos y clanes, como se aprecia hoy.
Este fenómeno de fracking de la sociedad norteamericana —no petrolero, sino social— tiene la potencialidad suficiente para dar al imperio el empujón definitivo hasta su anunciada decadencia. El papel de faro de la democracia en el mundo, auto asumido por las clases dominantes en ese país, y su mesiánica consideración de que están llamados a liderar el planeta, naufraga ante su propia historia.
Lincoln, jefe del bando ganador de la contienda civil de 1861-1865 fue prontamente asesinado por John Wilkes Booth, un extremista sureño durante una representación teatral. John Kennedy, el primer presidente católico en la historia del país, no fue victimado cuando emprendió sus primeros actos repudiables, como la invasión de Girón, el inicio de la intervención en Vietnam o el espoleo a la carrera de armamentos, sino cuando, aleccionado por el trauma que le causó la Crisis de Octubre de 1962, abjuró de sus desaciertos e intentó subsanarlos.
La historia recoge hechos tan lacerantes para el prestigio de los Estados Unidos, como la creación de la llamada Comisión Warren, encargada de investigar el asesinato de Kennedy, y que, sin embargo, puso su empeño en encubrirlo al costo de miles de folios llenados en miles de horas invertidas, a un costo de millones de dólares para evitar que la gente supiera que había sido víctima de una conspiración de quienes tienen en sus manos los resortes del poder en la superpotencia.
Hoy nos asombramos del ensañamiento de Donald Trump con Cuba Venezuela, Irán, China y otras naciones de distintos continentes; de sus mentiras, calumnias, trampas, de su cinismo y su desfachatez. Los cubanos, al menos, tenemos esperanzas de que Joe Biden cumpla sus promesas durante la campaña presidencial en el sentido de que, en relación con La Habana, restablecería los nexos creados durante la administración Obama, cuando él, Biden, era vicepresidente.
A nivel mundial, la situación es tanto o más compleja, pues todo parece indicar que, con algunos cambios cosméticos, Estados Unidos seguirá la misma línea política de Trump, aunque quizá cambiando a China por Rusia como adversario principal y mejorando las relaciones con los países de la OTAN para mantener o aumentar la presión sobre Moscú.
Según la redactora Karen Méndez Loffredo, que cita al analista político venezolano Gustavo Borges Revilla, director del portal Misión Verdad, y el periodista español Rafael Poch de Feliu, quien durante varios años fue corresponsal del diario La Vanguardia en Rusia, China y Alemania, no hay que hacerse ilusiones con la nueva administración antes de tiempo.
Ellos recuerdan que Biden era el vicepresidente cuando Washington apoyó el golpe contra Manuel Zelaya en Honduras, en el 2009; respaldó a los manifestantes de Plaza Maidán, durante la revolución de colores que hizo a Ucrania enemiga de Rusia, e inició las guerras en Siria y Libia. Con Obama-Biden estalló el escándalo de espionaje a países como Brasil y Alemania, en la persona de sus jefas de Estado, Dilma Rousseff y Ángela Merkel, se instituyó los ataques con drones en terceros países y comenzó la vergonzosa e inhumana destrucción de Yemen por Arabia Saudita.
En fin, que nadie sabe a ciencia cierta lo que vendrá después del 21 de enero de 2021. ¡Ojalá no sea más de lo mismo!, pero de una cosa sí podemos estar seguros: El mal que Estados Unidos ha hecho a la humanidad en nombre de la democracia amenaza con volverse contra esa nación, considerada por muchos, república bananera o estado fallido, como lo reitera el actual conflicto eleccionario.
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