El 4 de julio de 1974 resultó trágico para los espirituanos al sufrir la muerte de José Antonio Huelga Ordaz, uno de los mejores lanzadores que ha tenido el béisbol en esta tierra y en Cuba
Con José Antonio Huelga Ordaz la muerte fue cruel. Con Sancti Spíritus, también. A él le encontró en plenitud de su carrera cuando ya vestía traje de héroe y de leyenda. Al pueblo, le silenció el alma y le cortó el privilegio de vibrar al compás de uno de los mejores brazos del béisbol cubano.
Fue un accidente de tránsito en la carretera del Mariel, la madrugada del 4 de julio de 1974, lo que le llevó su juventud de 26 años y, a su afición, un ídolo. Por eso desde que la trágica noticia llegó por teléfonos, radio, teletipos o de boca en boca ya nadie más durmió entre el dolor y la incredulidad.
José Zamora, uno de sus mejores amigos, lo recuerda y aún le tiemblan las piernas como cuando quedó impávido por lo que le dijo Mary, su vecina de Colón, en el momento que se disponía a trabajar. “No lo podía creer… solo sé que era muy temprano y así en el medio del camino no pude dar un paso más hasta que al llegar a la casa puse Radio Reloj y lo dijeron. Rompí a llorar sin consuelo…es que habíamos hablado el día antes”.
Sí, en los portales del cine Serafín Sánchez, donde un aguacero enorme les impidió concretar otra noche de farras. O cuando se habían cruzado camino a la playa Ancón y le habló de ir a la capital en busca del alta médica por un tratamiento que tenía y lo alejaba del box de vez en cuando. “Le dije que buscara un pasaje en la guagua a través del Inder, pero me comentó: ‘Deja ver qué hago’. Luego supe que se había ido en esa máquina”.
Cuando pudo digerir la noticia, el Azul, como todos le dicen, hizo lo que casi todo Sancti Spíritus: se sumó a uno de los velorios más grandes vistos en la tierra del Yayabo. Fue en la Colonia Española, cuyos espacios quedaron pequeños. Allí lloró a su amigo y recordó también sus salidas y constantes juegos en la casa de la Plazoleta Hanoi, donde vivió Huelga hasta su muerte. “No le gustaba perder ni en el dominó, cuando eso pasaba, cerraba la casa y nadie se podía ir hasta que él no ganara”.
Rememoró el espacio donde menos concebía un descalabro: el box. Allí imponía su clase, su temple, su autoridad: “Ese tenía el corazón en el medio del pecho y eso de que los peloteros le caminaran pa’ arriba, ¡na! Un día le di una línea al izquierdo y se me ocurre llegar a primera riéndome. La batería da la vuelta y cuando me toca batear otra vez, me dio un bolazo por debajo de las costillas que me dejó sin aire, porque tiraba duro. Por ese pelotazo no nos hablamos un buen tiempo. Hasta que Miguelito Companioni, que un día compartía con él, me llama y nos dice: ‘Dénse las manos’. Lo hicimos y me dijo: ‘Yo te quiero con el alma, pero en el terreno tienes que respetarme’ ”.
Así creía menos lo de la muerte. Hasta que vio entrar el féretro en medio de una multitud incontable. Para su pesar, supo detalles del suceso. “El Gallego Burgos, que iba en la máquina, me contó que Huelga iba en el asiento de atrás y quiso pasarse para alante, minutos después el vehículo se metía debajo de una rastra”.
Del choque se fue el cuerpo físico. Quedó el mito de una vida en la que, al decir de Servio Borges, su director en el Cuba varias veces, “contrastan lo breve y lo grandioso”. En apenas siete Series Nacionales lanzó 160 juegos, ganó 73 y perdió 32, propinó 722 ponches y compiló para un galáctico 1.50 PCL. Quedó la hazaña que lo inmortalizó: la XVIII Serie Mundial de Colombia (1970), cuando le ganó dos veces a Estados Unidos, una de ellas para darle el título a Cuba y ganarse, en palabras del Comandante en Jefe Fidel Castro, el apelativo de Héroe de Cartagena.
Bastaría el ejemplo para ilustrar su coraje. Pero hay más. Rigoberto “el Chopi” Rodríguez, quien compartió equipo y amistad con él, trae de vuelta un juego memorable. “Regresó de la calle con unos tragos de más, pues no estaba anunciado para lanzar, pero Servio Borges le da la bola por Azucareros para tirarle a Mineros y Huelga le dice: ‘Solo necesito 10 minutos para descansar y 20 para calentar’. Salió, abrió y ganó. Lo revive y vuelve a sumirse en la angustia. “Nunca olvidaré el día de su muerte, aquello me llegó a lo más profundo, por lo general siempre andábamos juntos”.
Por eso y mucho más por el halo de confianza y seguridad de triunfo que inspiraba en los suyos, porque pedía la bola en momentos de apuro y caminaba como uno más sin sus grados de grandeza, Sancti Spíritus le lloró por días y le regaló una despedida merecida
“Te parabas en el paseo norte y mirabas para abajo hasta que las cabecitas se te perdían llegando al parque Serafín Sánchez…”, se remonta José Zamora y suspira: “Al cementerio no le cabía nadie más… nunca he visto tanta gente llorando”.
Cuarenta y seis años después, José Antonio Huelga vive en el imaginario colectivo que multiplica una a una sus anécdotas, prendidas en el corazón de los suyos y perpetuadas en el Salón de la Fama del matancero estadio Palmar de Junco.
Queda en su estadio, en su estatua que bien merece recobrar sus colores a la altura del hombre que quebrantó la quietud de la madrugada del 4 de julio de 1974.
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