Si al tío Sam le ocurriera como al mítico Pinocho de los cuentos infantiles, al que cada vez que decía una mentira le crecía la nariz, la suya le daría ya la vuelta al globo terrestre y apuntaría al espacio, tantos han sido sus infundios, falsedades y tergiversaciones conscientes, las más de las veces con la aviesa intención de agredir o perjudicar a otros.
A ese mentiroso consuetudinario que a veces lo hace directamente y otras, como en esta ocasión, sin dar la cara, se le acaba de ocurrir acusar a Cuba de tráfico de drogas, pero lo hace por declaraciones supuestas o reales de un alto funcionario del Departamento de Defensa, a través de la revista Newsweek, la cual no ofrece el nombre ni la jerarquía de la fuente.
Al parecer, no contentos con la reciente acusación de Donald Trump contra las máximas autoridades de Venezuela, empezando por el presidente Nicolás Maduro, se les ocurrió ahora agregar a Cuba para ligar el parlé completo en este juego macabro de intentar dañar la imagen de sus adversarios, mientras su gobierno se enfrenta a una lluvia de críticas por negligencia y mala actuación frente a la pandemia de COVID-19, que amenaza con convertir a EE. UU. en un inmenso camposanto. Por eso el problema sanitario se ha trocado en político.
Tal paso, sugieren analistas, pudiera ser también una reacción de despecho ante la frustración que sienten en Washington por el hecho de que, luego de preparar con todo esmero una gran maniobra antidrogas en las costas del Caribe venezolano y el océano Pacífico —la que seguiría en el tiempo a la acusación de narcoterrorismo formulada contra Maduro y su entorno—, vino la Covid-19 a echarlo todo por tierra.
El hecho es que, tanto la US Navy como unidades navales de otra veintena de naciones involucradas en la maniobra han sufrido los efectos concretos o psicológicos de la mortal pandemia y, al parecer, lo que podía haber devenido gigantesco operativo de agresión contra Venezuela y sus líderes —como se concibió—, se volvió agua y sal bajo la amenaza del virus microscópico.
De ahí que, desesperados por este nuevo fracaso, a Trump y compañía no les ha quedado otra opción que sustituir el amenazador operativo con calumnias, a cada cual peor, con la esperanza de que se las crean, aunque su inveterada vocación de mentirosos y la falta de pruebas convierten el intento en algo de dudosa efectividad, pues sobran elementos para echarlo por tierra.
Nadie que viva en Cuba y los propios cubanos en el exterior que viajan con frecuencia al país de origen pueden darle crédito a la presente acusación, toda vez que son testigos en primera persona de los esfuerzos de las autoridades nacionales en la isla por impedir que esa hidra de 100 cabezas que es el tráfico y consumo de narcóticos, se asiente y eche raíces en la patria de José Martí donde constituye un delito perseguido y sancionado con ejemplar severidad.
Los cubanoamericanos, en particular, han comprobado incontables veces las precauciones que se toman en la aduana de nuestros aeropuertos para impedir que la droga en cualquiera de sus variantes pueda ser introducida en este territorio insular. Los demás hemos sido testigos del control que ejercen las autoridades a todos los niveles contra ese flagelo, especialmente en el sector turístico y en los planteles del sistema escolar, para evitar que Cuba se convierta en algo parecido a lo que hoy son los Estados Unidos en cuestión de tráfico y consumo de estupefacientes.
Por acá tenemos memoria y si de recordar se trata, ahí está la imagen de los jóvenes estadounidenses drogándose en universidades y lugares públicos con todo tipo de psicotrópicos que, como la LSD o ácido lisérgico, salió de laboratorios norteamericanos, al igual que el crack y otras sustancias alucinógenas. De allí salieron los punk, los hippies y otros movimientos sociales antisistémicos cuando la gran catástrofe moral, financiera y psicológica de los tiempos de la guerra de Vietnam.
Hoy existe en Estados Unidos toda una cultura de la droga o en torno a la droga que se manifiesta en que varios puntos porcentuales del PIB anual de aquel país provienen de operaciones financieras y dinero blanqueado por bancos y otras instituciones del campo de las finanzas, al extremo de que un reputado observador estimó algún tiempo atrás, que la magnitud del dinero sucio involucrado es tal, que hoy día ese país no se puede dar el lujo de prescindir de él, porque su economía, simplemente, se vendría abajo.
Lo cierto es que la droga para la sociedad estadounidense de nuestros días forma parte de la vida cotidiana de ese enano moral que son hoy los Estados Unidos, lo que se observa en la literatura, el cine, la política y en casi todos los aspectos de la vida en esa nación que alardea de su poder económico y militar, la cual prepara sus zarpazos agresivos basándose en mentiras y tergiversaciones, las que empiezan por atribuir a otros los crímenes propios, en un empeño sistémico por destruir la imagen de sus adversarios antes de intentar cambiar su régimen.
Para Cuba y los cubanos, que vivimos en 1989 la amarga circunstancia de la traición de un grupo de militares de rango alto y medio, y de civiles, quienes se involucraron en tráfico de estupefacientes de espaldas al Estado y en negación de leyes y principios, la cuestión no ofrece la más mínima duda. El castigo ejemplarizante sufrido por los transgresores fue a lo interno como un exorcismo frente a los demonios de la droga. A lo externo, debía servir de enseñanza a quienes persiguen el narcotráfico fuera de sus fronteras, pero hacen la vista gorda ante los barones de un negocio que ha demostrado ser de los más lucrativos en ese país, porque son millonarios y resultan “demasiado poderosos” como para afectarlos. ¡Vergüenza debería darles!
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