Lo he escuchado por la radio en una de las evocaciones por la fecha. En su voz se percibía la sonrisa de quien ha hecho una travesura. “Le dije que cuando yo me muera nadie lo va a creer. Voy a andar como el Cid Campeador, ganando batallas después de muerto”, fueron sus palabras a Ignacio Ramonet, en una de sus conversaciones para el libro Cien horas con Fidel.
Y acertó, una vez más. El vaticinio tenía que ver con las tantas oportunidades en que sus enemigos planearon su muerte y echaron a rodar falsas noticias sobre su ausencia entre los vivos. Muy por el contrario, y como para que todos supieran que jamás se desdecía, desde las 10:29 horas del 25 de noviembre del 2016 el Comandante en Jefe de la Revolución cubana comenzó su otra vida de guerrilla, que lo llevaría, como en aquel memorable enero de 1959, en un recorrido entre el oriente y el occidente del país, pero en sentido inverso.
Luego del homenaje central en La Habana los días 28 y 29 de noviembre, ante sus cenizas, y de miles de tributos más que se repetirían en cada municipio o poblado a lo largo del verde caimán, al inicio de la última jornada del mes partió el cortejo fúnebre que recorrería más de 1 120 kilómetros hasta su destino final en Santiago de Cuba. Allá, en el cementerio de Santa Ifigenia, un monolito con forma de grano de maíz, extraído del corazón de la Sierra Maestra, aguardaba por él.
Fue el viaje más triste que Cuba hubiera presenciado nunca, y también aquel en el que más corazones latieron a un mismo compás. No pocos se descompensaron y quedaron marcados por la huella. El dolor que desató la noticia de la partida física de Fidel, anunciada en la voz de su hermano y compañero de lucha Raúl Castro Ruz —quien desde el 24 de febrero del 2008 se desempeñaba como Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros—, tuvo su mayor pico a lo largo de cinco días y cuatro noches, pero se prolonga hasta hoy.
EL CORTEJO, UN TÚ A TÚ CON EL PUEBLO
Nuevamente fue como mismo lo había predicho él. A su entrada triunfal a La Habana, el 8 de enero de 1959, al frente del Ejército Rebelde que bajaba victorioso de las lomas, vaticinaría: “Sé, además, que nunca más en nuestras vidas volveremos a presenciar una muchedumbre semejante, excepto en otra ocasión ―en que estoy seguro de que se van a volver a reunir las muchedumbres―, y es el día en que muramos, porque nosotros, cuando nos tengan que llevar a la tumba, ese día, se volverá a reunir tanta gente como hoy, porque nosotros ¡jamás defraudaremos a nuestro pueblo!”.
Y, en efecto, jamás defraudó a tanto cubano que ya no estaba en aquellos días de su paso hacia la eternidad, como tampoco a los que lo lloraron de una manera que él no habría imaginado ni en el más remoto de sus pensamientos. Cuba se desbordó de un lado a otro de la Carretera Central, y también en los pueblos y ciudades donde la caravana hizo parada, en medio de un clamor que en diferentes frases gritaba, adolorido, ideas coincidentes en cada uno de los territorios: Por ahí va el Gigante, él vive, le estaremos eternamente agradecidos y en su nombre continuaremos la batalla.
Las imágenes televisivas y las fotografías de tantos que eternizaron el paso de Fidel mostraban lo que sucedía: hombres recios en llanto sin remedio, niños adoloridos que no disimulaban su dolor, ancianos asidos a un bastón o ceñidos a una silla de ruedas que salieron a verlo pasar, mujeres en rezo y con el rostro bañado en lágrimas, deseándole la paz eterna; gente cuadrándose a su paso con el más respetuoso de los gestos.
Ya en suelo espirituano, la caravana se detiene a unos metros del Paseo de Cabaiguán, donde el Comandante Faustino Pérez, desde la estatua a tamaño natural que distingue esa céntrica área, parece dialogar con su jefe guerrillero. Y resuena el Himno de Bayamo, entonado por voces que se quiebran, como las de los reporteros que van dando, ante cámaras o micrófonos, cuenta de lo acaecido.
SANCTI SPÍRITUS NO FUE UNA CIUDAD MÁS
Ya pasó la mitad de la mañana. Cae una llovizna fina, exactamente como aquel memorable 6 de enero de 1959, cuando Fidel habló a los espirituanos que espontáneamente se congregaron en el parque Serafín Sánchez Valdivia. De pronto la llovizna cesa, pero no cesa la frialdad, que parece encargada para la ocasión.
Mar de corazones al galope, manos y piernas que flaquean, lágrimas, pancartas, consignas, dolor. El cortejo, sorteando multitudes a lo largo de toda la Avenida de los Mártires, se instala en el mismísimo Centro Histórico de la ciudad del Yayabo. Cuatro minutos estremecen el parque mientras se escucha el Himno Nacional y el desconsuelo colectivo se eleva, como en un vapor.
Nadie más que él lo sabe: al chofer del vehículo de ceremonia que conduce el armón con las cenizas del Comandante en Jefe, sargento de tercera Eduardo David Zamora Batista, unos fuertes latidos le perturban el pecho como nunca en sus veintiún años de vida. Declararía después, cuando pudo contarlo: “Había mucha gente reunida allí. Niños, jóvenes, ancianos gritando ‘¡Yo soy Fidel!’ y llorando. A mí me daban ganas de llorar, pero no podía. Durante el viaje, por tramos manejé el yipi; me turnaba con el otro chofer, también de apellido Batista, pero donde más personas vi fue en ese lugar”. Así se reseña en el libro Ahí viene Fidel, de los periodistas Wilmer Rodríguez Fernández y Yunet López Ricardo.
Y frente a la Biblioteca Provincial Rubén Martínez Villena, donde radicara la Sociedad El Progreso cuando él le habló al pueblo desde uno de sus balcones, se vuelven a escuchar sus palabras, asegurando que si las ciudades valen por lo que valen sus hijos Sancti Spíritus no podía ser una ciudad más.
Aquella vez, a las dos de la madrugada, aludió a la enorme cantidad de personas allí presentes, a pesar de la hora y de las desfavorables condiciones climatológicas, y lanzó una pregunta retórica: “¿Pero qué le pueden importar a nuestro pueblo las inclemencias de la naturaleza en estos tiempos en que ha aprendido a vencerlo todo?”.
La congregación que entonces tenía delante quedaría ampliamente superada en el primer día de diciembre del 2016, a su paso en un último adiós que todavía retumba en la memoria de quienes vivieron el momento. Nadie tampoco lo sabía entonces, pero la apreciación del chofer del armón que debió contener su llanto fue la misma de quienes viajaban en el helicóptero que acompañaba la caravana. Según pudo apreciarse desde arriba, cuentan, en ningún otro punto del recorrido se vio a tanto pueblo junto para reverenciar a Fidel.
A la salida de la ciudad, otro mar de pueblo se resiste a marcharse una vez que los restos del Comandante en Jefe, cubiertos de rosas blancas, han seguido su rumbo hacia el oriente. Y en Jatibonico tiene lugar el dignísimo homenaje de sus pobladores, que lo escoltan hasta el último punto de los 71 kilómetros de Carretera Central, contando desde los límites con Villa Clara hasta su salida hacia Ciego de Ávila.
Allá, dentro del grano de maíz que es la piedra donde habita su alma, Fidel no deja de cumplir su promesa. Hay jóvenes que afirman haberlo visto en las pesquisas barriales para contener la COVID-19, y científicos que han departido con él sobre los últimos descubrimientos que imponen las urgencias. No se equivocó el líder: anda por ahí, como el Cid Campeador, después de muerto ganando batallas.
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