Desde que lo vi cinco años atrás, a su llegada de Sierra Leona, donde combatió el Ébola junto a otros tres hijos de la tierra del Yayabo, intuí una vocación para ayudar a los demás que superaba al instinto natural de sobrevivencia. Supuse una pasión por esa suerte de equilibrismo que es andar arriesgando la vida casi constantemente. No porque sí, sino por fuertes motivos altruistas.
Escucharlo aquel día fue la confirmación; entonces laboraba en la base central del Sistema Integrado de Urgencias Médicas (SIUM) de la provincia. Habló con palabras emocionadas y sin discursos previamente escritos. Dio gracias a la Revolución y a Cuba, cuyo nombre pusieron, dijo, “en la cúspide, en la cima del mundo”. Y estableció la diferencia entre “un país pequeño, aún bloqueado, que exporta salud, vida, tranquilidad, con aquellas grandes potencias que exportan armamento, guerras, miseria, desempleo”.
Ahora accede a mi solicitud de entrevistarlo y me escribe con siete horas de diferencia, a través de Messenger, desde la ciudad italiana de Crema, en la región de Lombardía. Cuenta la historia de una paciente que, tras ser trasladada desde el hospital hacia la instalación de campaña donde laboran los cubanos, rompió a llorar cuando se le acercaron: “Le preguntamos qué le pasaba y con voz entrecortada, dándonos las gracias, nos dijo que en cinco días era la primera vez que algún médico se aproximaba a ella, y que la diferencia la hacíamos nosotros, los de Cuba”.
Evoca otras historias que ya se les agolpan en el pecho, a tan solo un mes de haber llegado allí: el niño del que recibieron una caja de dulces y, junto a ella, un papel manuscrito en el que agradecía la ayuda a su país y solicitaba que, por favor, salvaran a sus abuelitos; el frío intenso que, por inusual, les caló hasta los huesos, hasta que les llegaron los abrigos conseguidos por las autoridades lugareñas; los aplausos y vítores desde el momento mismo en que descendieron del avión, y en los tránsitos diarios.
Difícil que algún día borre de su memoria el rostro de las personas en la lejana Europa, las muestras de agradecimiento brotando a flor de piel, las banderas cubanas agitándose y a cada paso las frases: ¡Gratzie, gratzie, gratzie! Imposible será no evocar el comienzo del turno de trabajo, cuando se visten con el atuendo protector en un ritual que nunca lleva menos de 20 minutos.
Resulta extenuante, lo reconoce. Típico para una ciudad cuyos servicios sanitarios colapsaron, donde las esperanzas se cifran en los esfuerzos de italianos y cubanos que luchan, de conjunto, por mucha vida después de tanta muerte. Mas reconforta, también lo admite, ver el brillo en los ojos de esos enfermos a quienes auxilian durante el suministro de fármacos, el aseo matutino, las comidas y otras necesidades, incluido a veces el afecto que añoran.
Se cuida, tal y como le dicta su experiencia, y más aún porque es el reclamo permanente de sus familiares. Días atrás desde Cuba le llegó un texto que le arrancó las lágrimas: su hermano, en versos, rememoraba las travesuras de la infancia, le confesaba su orgullo y le contaba que “el viejo” se puso el nasobuco solo porque se trata de esperarlo a él.
MISIÓN NÚMERO 6
La historia de Hugo César no comenzó en Sierra Leona, hacia donde partió en el 2014 como parte del contingente internacionalista Henry Reeve. Aquella fue apenas la cuarta misión en su trayectoria de colaborador internacionalista y esta de Lombardía ya fue marcada con el número 6. Sus pies pisaron antes suelos de diferentes latitudes: el Congo en 1983, Angola en 1991 —trabajó, especifica, en el hospital militar de Luanda, como enfermero intensivista—, Trinidad y Tobago en 2009, ligado, de igual modo, al trabajo de emergencias.
Supuse que al regreso de la batalla contra el Ébola permanecería en Cuba, pero me equivoqué: en el 2017 se fue nuevamente al rescate de vidas vulnerables, menos resguardadas, en medio de la consabida miseria de Haití. Su ventura es, intuyo, andar, cual Don Quijote, enfrentando poderosos molinos contra los que se empeña y vence siempre.
Le planteo dudas sobre mayores o menores peligros de esta epidemia en relación con la que combatió en el África. “Con respecto al Ébola —aclara— el parecido es poco, la COVID-19 tiene un nivel de propagación más alto, pero el Ébola es más letal. En aquella de cada 100 pacientes fallecían 90 y un poco, en esta las muertes son muchísimas menos, además de darte la posibilidad de tratamiento que no nos daba el Ébola”.
Residente en la Avenida Soviética, en el espirituano reparto de Colón, y enfermero asistencial de Cuerpo de Guardia en el Policlínico Sur, Hugo César se autodefine como “uno más del grupo que de una forma u otra ayuda a aliviar las penas de los pacientes allí”. Describe su colectivo como muy unido, trabajador y profesional. Va a regresar, de eso no tiene dudas. Esgrime, a la hora de afirmarlo, dos razones básicas que se entrelazan: “Lo que prometo lo cumplo, y esa promesa se la hice a mi hijo, que ahora tiene 14 años”.
Hugo, si esta es una misión de riesgo y ya usted ha corrido bastante, ¿por qué no dejó la tarea para otros que no han enfrentado tanto el peligro?
La respuesta llega, inmediata: “Parece que me he ganado la confianza de la dirección de Salud de mi provincia. Mi profesión es totalmente humana y es imposible que alguien, donde quiera que se encuentre, necesite de mi modesto esfuerzo y yo no esté presente, mientras pueda. Eso no sucederá nunca; fíjese que empleo una palabra muy grande y profunda”.
Bravo por este hombre. Todos los profesionales cubanos que van a cuidar y salvar enfermos de este virus letal son héroes. Mi reverencia para Hugo Cesar y sus compañeros.
Gracias por existir para la humanidad.