Las heridas de una guerra dejan marcas en el cuerpo y en el alma. Bien lo sabe Julio Valdivieso Gutiérrez, quien 45 años después siente aún la arenilla en el ojo izquierdo como uno de los recuerdos más ciertos de la mina que no alcanzó a desactivar y casi le arranca la vida. Todavía puede sentir la soledad de una noche interminable, el olor a carne quemada, la angustia de no conocer a su primer hijo. Era el 16 de agosto de 1976 y en la lejana Angola se libraba la más épica de las batallas contra la invasión sudafricana.
“Nosotros llegamos a ese país en enero de 1976, fue una travesía difícil y larga; después de desembarcar nos trasladamos en un tren hasta nueva Lisboa sobre las diez de la noche directo para una unidad militar; y esa misma noche, como a las tres de la madrugada, mi jefe —el coronel Medina— me encomendó la primera misión.
Debíamos desactivar una zona minada para que pudiera entrar y desplegarse un batallón de soldados cubanos y angolanos. Era un grupo pequeño, solo tres personas y yo era el jefe. Estuvimos dos días buscando y neutralizando las minas y también encontramos mucho armamento; fue mi prueba de fuego como zapador. Después me enviaban para todas las misiones, llegaba un día y al siguiente volvía a salir; en muchas ocasiones como jefe del pelotón de exploración”.
En apenas siete meses este trinitario se había ganado el sobrenombre de “ingeniero” por su pericia en desactivar artefactos explosivos. Esa y otras aptitudes las aprendió durante el entrenamiento en lo intrincado del Escambray. Julio tenía 20 años y por sus responsabilidades como dirigente de la Unión de Jóvenes Comunistas en la antigua región de Las Villas, podía evadir esta misión conocida como Operación Carlota, que se inició el 5 de noviembre de 1975; pero nada lo detuvo, ni siquiera su primer hijo, aún por nacer.
“Estaba consciente del riesgo, fui a Angola con dos banderas, la de la victoria y la de perder, casi todos los que participamos íbamos preparados para todo. Imagínate, como ingeniero zapador el peligro siempre estaba cerca. De mi última misión recuerdo casi todos los detalles. Dividí a los hombres, un grupo fue para un pequeño aeropuerto, y yo, al frente de otros seis compañeros, nos dirigimos al pueblo llamado Mavinga; se decía que era una zona fuertemente minada.
“Conocía muy bien el funcionamiento de esas minas; junto a mi compañero Orlando Rodríguez Santaella habíamos desactivado muchas; cuántas veces las tuve en mis manos, eran plásticas, el repercutor está dentro, en el centro, cuando la presionas se perfora el plástico y choca con el fulminante y mire usted, yo caí en una de ellas; después me contaron que la “mía” estaba reforzada con dos bloques de TNT, por eso sufrí muchos más daños.
“La pierna derecha la perdí en el momento de la explosión, tenía heridas profundas en la cara, en el ojo y muchas partes del cuerpo quemadas. Me recogieron y trasladaron para Cuito Cuanavale, después en un helicóptero hasta Luanda. Cuando llegué al hospital me dieron por muerto y me llevaron directo para la morgue; me contaron después que como a las dos de la madrugada comencé a moverme y caí de la camilla, entonces unos trinitarios que estaban ingresados vieron todo desde la ventana y me sacaron de allí para el salón de operaciones”.
La muerte estuvo tan cerca…
“Si, fue una casualidad tremenda que esos compañeros estuvieran despiertos a esa hora y asomados a la ventana; si no me hubieran visto no hubiera amanecido ese día”.
Pero regresó…
“¿Ves esta chapilla?, tiene hasta mi sangre, la guardo junto a todas mis medallas, nunca la solté, me la pusieron en la boca cuando me dieron por muerto, pero mi voluntad de vivir fue más fuerte”.
Julio se estremece y solloza cuando toma la placa de metal entre sus manos: 26998. Allá, en medio del horror de la muerte y de la guerra, solo esos números lo conectan a los suyos. Aparta los recuerdos más tristes y habla entonces de sus condecoraciones: la Medalla del Valor, Primera clase de combatiente internacionalista, 40, 50 y 60 Aniversario de las FAR, 40 Aniversario de las tropas de ingeniería… Una vida de sacrificio, pero también de recompensas
“Tengo tres hijos, una familia maravillosa, trabajé más de 30 años en el turismo en varias responsabilidades, cumplí otras tareas fuera de Cuba; estoy satisfecho, aunque no olvido a todos los que murieron en Angola y en otros países africanos, a ellos debemos quererlos y recordarlos como si estuvieran vivos; yo tuve la suerte de regresar de la muerte”.
Felicidades Julio. Estuvistes en la primera trinchera de combate y supistes poner en alto el honor del soldado cubano al costo y riesgo de tu propia vida. Eso vale millones y lo tiene el pueblo cubano por la calidad de sus hombres y mujeres, manifestado ahora en otras misiones y tareas. Alrededor de estas luchas siempre en estos momentos recuerdo los esfuerzos en la LCB( Lucha Contra Bandidos) de mí padre ya fallecido Pedro L. Hdez Lecuona y ahora a mí suegro Roberto Aparicio Perera, este último que con solo 17 años y empuñando un fusil más grande que su estatura pero con una moral más grande que esté, se enfrentó a las bandas de mercenarios en el Escambray. Que hubiera sido de Cuba si no se enfrenta como se hizo esta situación? Por tanto a esos combatientes les debemos mucho y tienen un mérito extraordinario. A ellos debemos prestarle una atención más esmerada, visitarlos, ver su situación d salud, sus problemas, su actual chequera, hoy ya están muy viejos y necesitan de nosotros, a la vista de sus familiares es una muestra de que están presentes. Parar todo eso tenemos estructuras y la ACRC aún debe hacer más. Es muy triste no visitarlos aunque sea en vida una sola vez para saber de ellos, como viven, y luego aparecerse ante familiares con un bandera en su deceso. En fin, todo se lo debemos a ellos. Por ese pasado de combate tenemos un presente y un futuro.
En Angola estuvieron mis 2 hermanos gracias a Dios regresaron pero muchos otros no tuvieron la misma suerte. Esta proeza que nuestro pueblo fue capaz de hacer en Africa es un ejemplo de la calidad humana de nuestro pueblo. Es un Gran orgullo para todos los cubanos….