El papalote fue tomando altura a medida que el viento soplaba con más fuerza contra él, haciendo que la cuerda en las manos del niño se fuera tensando más y más, disminuyendo la onda producida por el peso de la misma.
– ¿Ya podemos mandar una carta, Papá? —preguntó el niño.
– No, hijo, todavía. Hay que esperar a lograr una mayor altura para que pueda llegar a su destino.
– ¿Y a quién le mandaremos una carta?
– No sé, tú sabrás. Todo el mundo tiene a alguien a quien mandarle una carta. Cuando yo era niño como tú enviaba cartas a distintas personas. Algunos niños las enviaban a sus madres, sobre todo si alguno la tenía muerta, o aunque no lo estuviera, solamente lo hacían para que supieran de él. Te voy a hacer una historia sobre un niño que venía todos los domingos a empinar papalotes a esta Plazoleta, y enviaba cartas a distintas gentes con papalotes diseñados por él.
Su nombre era José, pero le decían Pepito. A todos los Josés les dicen Pepito. Siempre llegaba con un modelo nuevo de papalote: uno con figura de avión, otro que semejaba un barco de velas y algunos hasta con la figura de distintos tipos de pájaros.
Los demás niños que no teníamos las mismas posibilidades que él, pues sus padres eran profesores y tenían una vida menos apretada que los nuestros, empinábamos papalotes como el resto de los demás, con figuras como las que siempre usaron nuestros padres y abuelos: unos con figura de bandera, sobre todo la cubana; otros semejando un tablero de dama; etc. Es por eso que siempre nos causaba admiración los que él hacía, con figuras extrañas y papel de colores vistosos.
Cuando él llegaba, amarrábamos nuestros cordeles a una mata cualquiera de las que crecían en aquel terreno de pelota, y lo rodeábamos para ver lo que traía. Las cuerdas o pitas que él usaba para volar las diferentes figuras que fabricaba eran mucho más largas y fuertes que las nuestras. Eran tan largas que los papalotes se veían chiquiticos desde abajo y hacían mucha fuerza en nuestras manos. Digo nuestras manos, porque a pesar de vestir bien y traer buenas meriendas desde la Quinta de su abuelo que vivía cerca de allí, no era nada orgulloso. Sentía placer al ver nuestra admiración por sus obras y hasta nos permitía dar un tironcito a los más pequeños, para que sintiéramos la fuerza del viento.
Por eso, a los que éramos más pequeños, nos sorprendía mucho que hubiera dejado de venir tan a menudo como antes a la plazoleta. Luego esto se nos fue olvidando. Y no sabíamos de él, porque vivía y estudiaba en la ciudad y hasta en la cabecera provincial, donde estudiaba en cursos superiores. Nosotros en el pueblo, seguíamos los cursos normales hasta terminar la Primaria y luego nos incorporábamos a algún tipo de trabajo para ayudar al sustento de la familia, pues nuestros padres eran en su mayoría obreros portuarios o pescadores, y en muchos casos las dos cosas.
Pasados unos años ya no le veíamos casi nunca, salvo cuando venía a la Quinta, donde repartía mangos y otras frutas a los niños que se acercaban allí. A veces nos tropezábamos por la ciudad, pero ya no se acordaba mucho de nosotros, los que vivíamos en el puerto, pues nos había conocido muy pequeños y nuestros caminos eran diferentes. No obstante, siempre conservaba su sonrisa bonachona y algo tímida, carente de todo tipo de arrogancia. Tal vez fue por eso que lo consideramos siempre como algo nuestro.
Luego vinieron los tiempos más difíciles, en que aun siendo casi niños hubo que dejar los juegos infantiles y hasta nuestras modestas clases en la escuela pública para poder trabajar en lo que se pudiera. Él tenía una posición mejor, pues provenía de una familia acomodada que le permitía acceder a estudios superiores, pero esto no lo sabíamos sus antiguos compañeros de juegos.
Al llegar los años sangrientos de la Dictadura de Batista, muchos jóvenes tuvieron que abandonar la ciudad para evadir la persecución de las fuerzas de la tiranía alzándose contra el gobierno, o sencillamente para ir a buscar trabajo en otros pueblos no tan cercanos al Escambray, donde la represión era constante.
De Pepito no supimos más, ni siquiera sabíamos que estudiaba en la Universidad de La Habana y que allí se había incorporado a la juventud universitaria que luchaba contra la Dictadura.
Fue sólo en los primeros días del triunfo de la Revolución en 1959 que volvimos a saber de él. Habían encontrado su cadáver dentro de un saco en un lugar de La Habana. Dicen que la gente de Ventura o de Carratalá lo habían detenido y torturado horriblemente, sólo días antes de huir el tirano. Su cuerpo estaba mutilado y quemado en varias partes dentro de un saco. Cuando trajeron el cadáver para enterrarlo en el cementerio del pueblo, mucha gente no podía creerlo, pues conocían las bondades de aquel muchacho. Fue allí que conocimos de todas sus actividades en favor de la Revolución.
Todo el mundo se conmovió ante aquel hecho; y no es porque a la tierra de Trinidad o a la patria le faltaran mártires. Muchos habían caído en esa lucha.
Esa es la historia de Pepito, de la que quizás ya habrás escuchado en tu escuela. En todos los pueblos ha habido siempre gente que ha luchado por la libertad y por la justicia y es por eso que existen los mártires.
Mira, ya tu papalote o cantor, como también le decimos, está alto en el cielo. Ya puedes enviar tu carta a quien tú quieras, y si lo haces con buena voluntad, puedes estar seguro de que llegará. ¿Sabes ya a quién o quiénes puedes enviársela?
-Sí, ya aprendí en la escuela cómo hacerlas; acabo de saber quiénes son los que mejor la merecen y voy a mandar la primera.
-No te olvides que no importa el largo que pueda tener el cordel de tu papalote. Siempre tu carta va a llegar. Tampoco importa la forma que pueda tener, lo importante es que utilices siempre la mejor vía para hacer llegar tus sentimientos y tus deseos a quien tú quieres, no importa si está cerca o lejos. Siempre tu carta va a llegar porque tú lo deseas.
*Historiador e investigador
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