Más de 400 hombres en fila permanecieron mudos y cabizbajos cuando el general Ángel Castillo pidió voluntarios para enterrar los muertos y atender los enfermos de aquel brote de cólera que literalmente estaba devorando la tropa mambisa en la finca Los Guanales, en las profundidades del Camagüey.
«Señores: ¿habrá entre nosotros alguno, o algunos, que se atrevan a quedarse voluntariamente en este horroroso lugar para asistir a los moribundos y enterrar a los muertos, que serían pasto de las auras y otros animales inmundos si los abandonáramos por completo?», casi suplicó el oficial, muy consciente de que quienes accedieran a su petición muy bien correrían igual suerte que los enfermos.
El militar había pensado y repensado más de una vez la decisión a tomar en medio de una encrucijada a la que nunca se había enfrentado: si continuaban allí reunidos luchando contra lo imposible iban a ser liquidados por aquella fuerza invisible, tal y como le aconsejaron los doctores José María de Castro, Emilio Mola y Manuel Piña; pero al mismo tiempo abandonar a los enfermos a su suerte era cuando menos un acto de deslealtad y traición.
Fue entonces cuando desde la última fila se escuchó la voz «segura, briosa, entera» del Manuel Rodríguez, La Brujita, quien no solo aceptó quedarse en aquel «cementerio maldito» mientras la tropa se dispersaba como única fórmula de salvación, sino que arrastró consigo a 15 de sus mejores hombres.
«General, yo me quedo», respondió La Brujita, un camagüeyano que había hecho vida en Sancti Spíritus –sastre de oficio–, y se había ido a la manigua a las órdenes del capitán Bernardo Gómez, un artesano que se levantó en armas junto a otros 40 colegas de la villa espirituana.
Las tropas mambisas regresaban victoriosas de la acción de Júcaro, en agosto de 1869, cuando fueron sorprendidas por un brote de cólera tan violento que en cuestión de 20 horas pasaban de 100 los muertos o contagiados por la misteriosa enfermedad, que minaba la salud de «aquellos hombres que, sanos y robustos, exclamaban de momento “¡ay!”, caían al suelo y morían una hora después entre convulsiones horribles».
Serafín Sánchez, quien para entonces era un principiante entre los insurrectos de la isla y se encontraba también entre los 400 soldados de aquella tropa, recordaría muchos años después que, ante el gesto del sastre mambí, él mismo «no tuvo valor para dejar solo á aquel héroe, y se quedó con él, seguido de cinco hombres más».
El trance fue tan desgarrador que todos los afectados por la epidemia murieron y de los 22 «atrevidos» que quedaron responsabilizados con dar los últimos auxilios a los enfermos o enterrar los cadáveres que se acumulaban a potrero descubierto, solo sobrevivieron 7, entre ellos Manuel Rodríguez y Serafín Sánchez, quien luego se lo contaría a José Martí en aquellas noches de tertulia y nostalgias por la Guerra Grande entre los emigrados cubanos.
«¡Dos noches y dos días en aquel triste lugar! –escribiría Serafín Sánchez al relatar la osadía de los socorristas en Los Guanales–¡Cuarenta y ocho horas sepultando cadáveres, oyendo ayes y quejidos de los moribundos, viendo sombras de muerte en todas partes, sintiendo como la aproximación de la propia tumba, creyéndonos muertos tal vez nosotros mismos, tal fue lo que pasamos en aquella piadosa e interminable ocupación!».
Por la altura del general espirituano y quizás también por la excelencia del cronista, Serafín Sánchez ha sido reconocido por más de un historiador como el Héroe de Los Guanales, un epíteto bien ganado entre las sombras de la muerte, pero que en realidad le corresponde más a La Brujita, tal y como reconoce el propio autor de Héroes humildes.
Ya casi al final de aquella odisea, «después de haber visto disminuirse el montón de muertos y de vivos á nuestro alrededor», Serafín se acercó a La Brujita para dejarle testimonio de su admiración como combatiente: «Yo estoy seguro de que usted no se iría de aquí aunque nos muriésemos todos los pocos que quedamos á su lado», le dijo.
Fue entonces cuando aquel sastre anónimo, excéntrico y motivo de burlas por sus costumbres, sus hábitos y su estrafalaria vestimenta en la ciudad, se le reveló como el luchador ejemplar, como el «alma de hierro» que había dejado boquiabierto al General Ángel Castillo y a su tropa de 400 hombres:
«No, yo no me iría sino después de enterrar hasta el último de ustedes –le respondió–, porque yo no puedo permitir que los cerdos y las auras devoren á mis compañeros muertos».
Notas:
Manuel Rodríguez, La Brujita, murió en 1873 con grados de capitán en el asalto al caserío de Caobillas, en Camagüey.
Todos los textos citados corresponden a la semblanza que Serafín Sánchez dedicara a La Brujita en su texto Héroes Humildes, escrito por encargo de su amigo José Martí.
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