No lo hemos notado siquiera: nuestros niños han crecido. Los ha hecho engrandecer, a destiempo, algo tan microscópico e inexplicable como un virus. Regresaron de la escuela en la tarde y al amanecer tuvieron que dejar la mochila colgada al borde de la cama como nunca —como sucede solo cuando las enfermedades son las únicas justificaciones para ausentarse—. Abrieron las libretas ayer y al otro día tuvieron que responder solos la tarea sin la estrella de la maestra al margen, únicamente con el rayón imitativo de mamá o papá en una de las esquinas de la hoja.
Salieron al anochecer a jugar en la calle con los amigos, a esconderse por el barrio, a saltar de acera en acera y a la mañana siguiente se dieron de bruces contra las puertas de casa cerradas.
Se han ingeniado un montón de amigos sustitutos: la muñeca a la que le falta un pie, el robot que lleva la cabeza pegada con precinta, el carro sin gomas que de pronto ha echado a andar, los colores gastados de tantos dibujos.
Y no han dejado de sonreír un solo día. O sí, quizás lo han hecho, pero con más dignidad. Se han parado delante de un cake en silencio sin el alboroto de los pitos que estremecen, con las velas humeantes y enhiestas, con los pomos de refresco en pose para beberlos solos —sin sospechar siquiera que hay soledades que atragantan más que la gaseosa— y han esbozado una sonrisa para la foto, para eternizar de felicidad el único cumple con la casa vacía por culpa de un invitado indeseado.
Les han dicho no puedes salir y se han quedado en casa sin protestar o protestando, pero han obedecido.
Los más creciditos entonces se las han arreglado para asumir las riendas del hogar cuando los adultos no han estado. Se han preparado el almuerzo sin chistar, han dejado la casa limpia, no le han abierto la puerta a nadie y se han refugiado en toDus como si ese enjambre de mensajes los hiciese estar sentados de nuevo en el pupitre al lado de los amigos.
Han entendido las explicaciones desde la inocencia; mas, con la madurez de un adulto: no se puede ir al parque, no hay piscina llena, no hay amigos para jugar, no hay besos para repartir
A los niños todos les ha tocado las de ganar —los que lamentablemente se han contagiado con la COVID-19, en su mayoría, ni tos han tenido— y las de perder: han tenido que aprender a convertir el confinamiento en un pasatiempo, a vivir entre cuatro paredes las 24 horas del día.
Y han sido todo este tiempo el mejor espejo para mirarnos, para corregirnos. Deberíamos humildemente aprender su lección y ser, acaso por esta vez, sus hijos.
Dayamis, es hermoso y enteramente cierto tu recuento. He visitado a Marcel Eduardo, mi nieto, que no entiende razones porque ni tres años ha cumplido aún, y que siempre se me quiere prender; que se despierta llamando a abuela o pide, como hoy, que lo lleven al «tículo».
Hoy vi angustia en sus ojitos inteligentes, pícaros, y sentí tristeza. Hace falta que todo esto pase. Ciertamente, se han portado muy bien, y los mayores deberíamos contribuir más para que su realidad vuelva a reconvertirse muy pronto.