Dicen que bailó antes de caminar. Flotaba en cada movimiento. Las manos y los pies desafiaban la gravedad. Las miradas incrédulas se resistían a aplaudir el don. En cambio, otras lo ovacionaban e impulsaban. Nacieron así los artesanales pirouettes de Catalina Lara, la primera espirituana en enseñarnos a danzar.
Su historia viaja sobre los adoloridos pies que sostienen piruetas y vueltas. Pero sus raíces se acomodan mucho antes, cuando las horas se perdían en un juego propio: subir la pierna hasta la cabeza, aunque el regaño conservador insistía en que las niñas decentes no hacían eso. Y mucho más rodeada de hombres y mujeres de piel blanca en la casona pegada a la garganta del actual parque Serafín Sánchez Valdivia.
Demasiados desafíos para la entonces niña Catalina: bailarina y negra, registrada en 1896 por su madre Juana Lara, descendiente de africanos y doméstica de la familia Edilla. Precisamente, en ese hogar se acunó ese afán por danzar.
“La negrita Edilla”, como la bautizó la alta sociedad por verla en un ir y venir desde los ventanales de la vivienda número tres, de la otrora calle Marcos García, entre Céspedes y Martí, en la añeja villa de Sancti Spíritus, recibió allí cariño y educación. Tanto así, que cuando se trasladaron a La Habana ella corrió junto a ellos en una travesía, que sin imaginarlo, consolidó su pasión.
Cuentan que hasta en las populosas calles de la capital Catalina bailaba. No dejó de hacerlo jamás, aunque siempre encontró punzadas en comentarios discriminatorios por su tez y sexo.
Ponía a un lado aquellas opiniones y se iba al teatro a ver los ensayos y actuaciones. Seguía de cerca entre las bambalinas cada movimiento, las puntadas de los trajes, los adornos, los colores y expresiones de los rostros.
¡Un mundo fascinante!, pensaba y volvía a casa, donde improvisados arabesques y attitudes alertaron a la familia que habían demorado demasiado en apostar por la enseñanza artística.
Finalmente, los escenarios improvisados bajo el nombre de Academia de Artes de La Habana pulieron sus movimientos. El maestro Modestín Morales la enseñó a desafiar la estéril barra. Luego se desprendió de ella e hizo suyo el tabloncillo.
Mas, el arte, entonces, no rendía frutos para sobrevivir. Eran tiempos difíciles en Cuba en la década del 30 del siglo pasado, por lo que reinventarse resultaba la palabra de orden. Tal vez, retornar a la semilla, imaginó Catalina, significaba la salvación.
Sin tiempo que perder, plantó la Academia privada de Enseñanza de Bailes, la primera en este terruño. Con los sonidos que despedían primero un fonógrafo y luego, un piano, enseñó a tantos alumnos como pudo acoger el salón de la casona, ubicada en la calle Martí de la urbe espirituana.
Mas, Catalina soñaba con el ballet, aunque ningún coterráneo la vio en tutú, ni sobre un escenario. Lo suyo era enseñar; un anhelo que otra vez tomó forma en los años 50, cuando en la esquina de la calle Rosario y Avenida de los Mártires fundó la Academia de Ballet Catalina Lara.
Los aires de la sucursal yayabera de la Academia Alicia Alonso, en 1948, aunque efímera, la impulsaron.
Dicen que la voz de esa mujer marcaba a toda hora los giros y pasos de sus educandos. Eran los mismos que después protagonizaban las actividades más importantes de la ciudad, tanto en el teatro Renacimiento, hoy cine Conrado Benítez, como en las majestuosas sedes de las sociedades. Incluso, no pocos de quienes bebieron de sus sabias cruzaron las fronteras locales y llegaron a ser integrantes de reconocidos proyectos como el Cuerpo de Baile de la Televisión, en La Habana.
Pero sus saberes también llegaron hasta Cabaiguán, Trinidad y varios centrales azucareros. Se le vio en franco diálogo con quienes le solicitaban aprender, sin reparar en sexo y color de la piel. Con la misma naturalidad con la que apoyó la lucha clandestina.
Catalina Lara murió aferrada a la danza. Su último acto se le conoce con 63 años en Trinidad, en una de sus tantas visitas para impartir clases sobre preparación física, esa que está a la misma altura de un atleta de alto rendimiento.
Y justamente por los enigmas que tiene la vida, en la propia Ciudad Museo del Caribe, Sancti Spíritus volvió apostar por ese legado educativo en la danza. En el 2015, funcionó por un año un anexo de la Escuela Elemental de Arte Ernesto Lecuona para formar el futuro más cercano de una de las manifestaciones artísticas menos pródiga en esta tierra. Hoy 13 alumnos de aquellos iniciadores esperan a que llegue la sexta semana, tras reiniciar el curso escolar, para hacer su pase de nivel.
Una victoria, ante tanto silencio danzario. Un homenaje sincero a Catalina Lara, la maestra que nunca dejó de bailar.
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