Sentado ante el televisor en mi angosta sala de periodista, amurallado contra la actual pandemia del COVID-19, he sentido al igual que mis paisanos la emoción intensa de constatar cómo nuestro país pequeño y bloqueado ha sido capaz de adoptar medidas inaplazables para atender a la población propia y, al mismo tiempo, multiplicarse por el mundo llevando la ayuda solidaria de brigadas médicas compuestas por personal calificado a decenas de países en dos continentes con la misión de salvar vidas.
Por estos días se ha hecho recurrente en la pequeña pantalla la imagen emotiva de los médicos cubanos en distintos aeropuertos de Europa, Centroamérica y el Caribe, bajo aplausos y expresiones de gratitud por directivos y ciudadanos que los reciben como lo que son: amigos entrañables que vienen a dar todo de sí y arriesgar la propia seguridad con tal de preservar la existencia de sus semejantes, no importa dónde.
Si se dice que una imagen vale por mil palabras; un gesto, una acción como esta repetida de las brigadas médicas cubanas equivale a un compendio de solidaridad y de principios, de calidad humana y de ética, dignos de imitar, a la vez que un llamado a la reflexión de aquellos que se guían por el egoísmo y el cálculo de ganancia en todo lo que conciben y emprenden, donde un pragmatismo visceral aplasta toda otra consideración de humanidad.
Cuando vimos a los galenos de esta patria antillana en las vistas tomadas en el aeropuerto de Barajas, en Madrid, camino a Andorra, muchos pensamientos vinieron a nuestra mente, como el hecho de que la mayoría de los cubanos ignoraba hasta ese momento la existencia del citado micro país, ubicado en la cadena pirenaica, entre España y Francia, de solo 468 kilómetros cuadrados y 76 177 habitantes. De hecho, Andorra, un principado de habla catalana, es más pequeña que la mayoría de los municipios espirituanos y cuenta con menos moradores que la ciudad de Sancti Spíritus.
No obstante, sin importar el tamaño o los recursos del minúsculo estado, allá fueron los médicos cubanos sin interés material de ningún tipo para ofrecer su experiencia y conocimientos, porque la patria de José Martí y Fidel Castro nunca ha tratado a otras naciones en consideración a su extensión geográfica, población o riquezas, sino por el valor intrínseco de sus habitantes como parte del género humano.
Así, al igual que los hijos de este pequeño país insular acudieron a la región italiana de Lombardía, epicentro de la letal pandemia con miles de fallecidos registrados, en ese país del primer mundo, fueron también a Venezuela, Nicaragua, Granada, San Vicente y las Granadinas, San Cristóbal y Nevis, Surinam y Jamaica, entre otros, como parte del ejército de batas blancas cuyo cometido es salvar vidas.
Vienen a la memoria ahora las imágenes impactantes del terrible terremoto sufrido por Haití el 12 de enero dl 2010, el cual destruyó Puerto Príncipe, la ciudad capital, con saldo de casi 300 000 muertos. De aquellos días recuerdo la impresión que causaron en los atribulados sobrevivientes la presencia de los médicos cubanos prestando ayuda a los damnificados casi desde el momento mismo de la tragedia, y es que, al ocurrir el sismo, unos 700 galenos cubanos ya estaban en Haití, a los que se incorporaron otros centenares en las horas y días subsiguientes.
Así ha acontecido también en Pakistán, Indonesia, Timor Leste y en los países del noroccidente africano azotados por el ébola, donde los pueblos conocieron a Cuba por sus médicos —cuando no por sus maestros—, y algunos de ellos, gracias a la generosidad del pueblo y el gobierno cubano, cuentan hoy con universidades y médicos graduados, así como con un amplio contingente de galenos que hablan español, como ocurrió con los casi mil pakistaníes graduados de la carrera de Medicina en Cuba en años recientes.
No se trata aquí de esgrimir méritos a diestra y siniestra, pero al César lo que es del César, y si correspondiese valorar a gobiernos y pueblos, no hay manera más justa que partir de sus acciones, sobre todo cuando se trata de estar dispuesto a hacer por el prójimo, lo que quisiéramos que el prójimo hiciera por nosotros ante una coyuntura como la presente, donde están en juego millones de vidas y el aporte de cada cual, por pequeño que sea, puede significar la diferencia.
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