“En esta tacita tomó café el Che, y la mamá de nosotros guardó esa taza, donde él tomó”.
Con esas palabras y la pequeña taza de cristal transparente en las manos, nos recibe Pedro Salabarría Chinea. Su humildad y sencillez esconden más de una historia desgastada por el tiempo. Sus pequeños ojos se agigantan y los recuerdos recobran lucidez, mientras se acomoda el machete a la cintura.
“El Che estuvo aquí cuando entró al Escambray. Ellos venían desde allá abajo, donde acamparon en casa de unos primos de nosotros y de allí ya venía Pompilio Viciedo con ellos, que era práctico igual que uno”.
A la conversación, que no necesita muchas preguntas, llega desde el cafetal su hermano, Ricardo. Y es que la historia vivida pesa mucho en los corazones de estos hijos del lomerío espirituano, quienes después de seis décadas rememoran aquel amanecer de mediados de octubre en Planta Cantú, cuando el guerrillero llegaba a su hogar.
“Él fue el que dijo quién era. Tomaron café aquí, y hablaba cansao, asmático, pero no soltaba el tabaco. De aquí llevó carbón pa cocinar y yuca y naranjas, una para cada uno, porque no podía haber uno con dos, porque cuando él llegó aquí, ya había gente en Cantú”.
La Columna No. 8 Ciro Redondo y su jefe, nombrado para limar las contradicciones entre los grupos guerrilleros que combatían en el Escambray, llegaban al macizo para lo que el rebelde denominó una “fatigosa tarea política”.
“La planta que transmitió estaba escondida aquí. Antes de llevarla pa’llá, y 325 mudas de ropa también estaban guardadas aquí de ellos y tres bestias, y un tanque de gasolina y uno de petróleo ahí en el cafetal”.
Ahora llega la sonrisa al envejecido rostro de Pedrito, como le llaman cariñosamente, se acomoda en el gastado taburete, saca el tabaco de la boca y recuerda con picardía aquella travesura de juventud.
“Mire, el día que subió el Che pa arriba, yo no sé cuántas bestias le herré, yo herraba na más las mías y eso fue una barbaridad, una mano de caballitos rencos que traían, eran chiquiticos… Bueno, cansao salí yo; fíjate que salieron a buscar clavos y me perdí”.
Su hermano Ricardo lo contempla y vuelve a vivir la historia: las gallinas cacarean a lo lejos y las chicharras parecen estar de fiesta; el canto de los pájaros acompaña los recuerdos.
“Aleida vino aquí vestida de hombre, llegó y le dijo a mi mamá: ‘oiga, vamos al baño que yo soy una mujer’. Se quitó las fajas aquellas y ya de aquí salió vestida de mujer. El que la llevaba decía: cuando llegue allá con esta mujer, me mandan a matar”.
Así se suceden, como en una cascada de palabras y gestos los momentos que estos hermanos vivieron y que marcaron su vida para siempre.Imágenes del argentino cuelgan de las paredes de tabla de palma, esas que, como nosotros, también se estremecen cuando escuchan hablar del Comandante. Y allí, en un rincón preciado de la vitrina, está la tacita en la que hace mucho tiempo mitigó el cansancio de su andar el Guerrillero Heroico.
“El Che tomaba café sin azúcar y donde único él lo tomó con azúcar fue aquí, y no dijo nada; después más pa arriba le hicieron café y lo tomó sin azúcar”.
Entonces llega la pregunta: ¿Y por qué guardan con tanto recelo esa tacita?
“Igual que usted la guardaría. Si la hija del Che viniera por aquí, a la hija del Che se la daríamos”.
Hermosa historia. Esa clase de recuerdos ayuda a revivir el carácter del Che y sus aportes a la liberación definitiva de Cuba.
Hacen muy bien los hermanos en guardar la tacita.
Pero fíjense en el texto bajo la foto, que contradice la historia, pues ellos aseguran que aunque el Che gustaba del café amargo allí en su casa lo tomó con azúcar, sin comentar nada sobre su preferencia.
Correcta la historia. El Che tomaba café sin azúcar. Pues tenía el paladar acostumbrado a tomar MATE.. QUE NORMALMENTE SE TOMA SIN AZÚCAR…