Sembrada a unos pocos metros del río Ay, en la premontaña escambraica, y a similar distancia de las paralelas ferroviarias que comunicaron a Trinidad con el resto de Cuba, la hacienda Guachinango presume de una peculiaridad que la hace única: sus dueños siempre se consagraron al fomento de la ganadería, incluso cuando esta zona fue el ombligo azucarero de Cuba y del mundo, donde unos 11 700 negros esclavos sostenían 56 ingenios y trapiches, con una producción superior a las 640 000 arrobas de azúcar en un año.
De mano en mano y sin perder su abolengo, Guachinango llega a nuestros días después de haber sido propiedad de los hermanos Padrón, de influyentes como Pedro Malibrán y Justo Germán Cantero, y de otros dueños no menos notables como W.A. Fritze Cía., Meyer, Thode & Cía. y la familia Meyer-Cantero.
Como nueva ha quedado la casona campestre de 392 metros cuadrados, tras los profundos trabajos de rehabilitación en todas sus áreas, que les devolvieron el esplendor a las amplias habitaciones y al portalón que la protege por su frente, a sus vistosas rejas de madera y a sus tallas en forma de medialuna.
Los trabajos ejecutados por la Sucursal Palmares en Sancti Spíritus ascendieron a cerca de tres millones de pesos e incluyeron la reparación de paredes y cubiertas, la adecuación de espacios, el enchape de pisos, así como la restauración de las pinturas murales de la casa, cuyo origen data de inicios del siglo XIX.
Ideal para fiestas familiares, ahora con sus habitaciones remodeladas, bar, cocina y un espacioso patio, Guachinango ofrece paseos a caballo o a pie, baño en el río Ay, comida criolla e interacción con la vida campesina de la región, todo ello a solo 15 kilómetros de Trinidad, desde donde se puede llegar por carretera o en el llamado tren turístico, un convoy con dos vagones y locomotora de época, que hace mucho más interesante el recorrido por el pintoresco Valle de los Ingenios.
El rescate de Guachinango no constituye una acción aislada, sino parte de un proyecto integral que pretende dar vida turística a las casas haciendas que sobreviven en la zona y poner a la vista del mundo la historia del enclave azucarero que durante siglos generó la riqueza suficiente para el florecimiento de Trinidad, la tercera ciudad más importante de Cuba en la primera mitad del siglo XIX.
¿UN VALLE O TRES VALLES?
Con sus 43,5 metros de altura, repartidos en siete niveles con formas geométricas diferentes; con arcos espaciosos y una escalera de madera en su interior, la torre de Manaca Iznaga no es solo uno de los monumentos arquitectónicos más fotografiados en el país, sino el símbolo inequívoco del esplendor económico de la región.
Si se edificó con fines utilitarios o si fue el resultado de la ostentación familiar todavía está por dilucidarse, pero 200 años después de su construcción la atalaya sigue impresionando: en 1978 fue reconocida como monumento nacional; diez años después, en 1988, la zona donde se encuentra –el llamado Valle de los Ingenios– fue incluida junto al centro histórico trinitario en la lista del patrimonio mundial y hoy día figura entre los sitios más frecuentados por el turismo en el centro del país.
Contrario a lo que suele interpretarse, el término Valle de los Ingenios es relativamente contemporáneo y se refiere al conjunto que integran los valles de San Luis, Agabama-Méyer y Santa Rosa, además de la llanura costera del sur, delta del río Manatí, es decir la vasta extensión de 250 kilómetros cuadrados que en tiempos de la colonia fue dedicada al cultivo de la caña de azúcar.
Golpeado primero por la parálisis económica de mediados del XIX y el impacto de la guerra y luego por la abolición de la esclavitud, que le aseguraba su prosperidad, el valle, o mejor, los valles recibieron su última estocada a inicios del actual siglo, cuando en el contexto de la conocida Tarea Álvaro Reinoso detuvo sus molinos el central FNTA, antiguo ingenio Trinidad, último productor de azúcar en la zona.
La muerte definitiva de la industria azucarera, sin embargo, sugirió abrir de par en par las puertas al turismo, un giro de 180 grados que presagiaba tanta prosperidad como la misma caña de azúcar, pero ahora con otras materias primas: un paisaje singular en las narices de Trinidad, condiciones naturales para las excursiones y el senderismo y 73 sitios arqueológicos de significativo valor, incluidas 13 casas haciendas con diferentes grados de conservación.
UNA ZAFRA DIFERENTE
«El tren jamaiquino ni es tren ni es de Jamaica», dice la joven promotora de la empresa Aldaba, mientras enseña el adelantado sistema de cocción, de procedencia francesa, que usaban en el ingenio San Isidro de los Destiladeros, considerado uno de los conjuntos industriales mejor conservados en el valle e incluso en toda Cuba.
Calificado por el historiador Julio Le Riverend como «la expresión típica de la revolución industrial en los ingenios azucareros», este sistema implicó un salto de consideración respecto a los trenes usados hasta entonces, sobre todo por la economía de combustible (bagazo) y de brazos esclavos para atender el horno, mucho más en épocas de crisis.
Pese a que las producciones de San Isidro no fueron de las mayores de la comarca, ni sus palacios de los más pomposos, en general el conjunto industrial que los arqueólogos, poco a poco, han venido desenterrando en las últimas décadas –el tren, la destilería, el molino de barro o la casa de purgas– constituyen un hallazgo de trascendencia para la historia azucarera del país.
Hasta San Isidro, donde sí se conservan casi intactos la casa hacienda y la torre campanario, llegan cientos y hasta miles de turistas, muchos de ellos en paquetes nacionales, movidos por el interés de descubrir el pasado azucarero de la región, en particular este auténtico exponente de la arquitectura y la ingeniería azucarera del siglo XIX.
Hacer una zafra sin caña –en otras palabras, explotar las potencialidades turísticas de la región– es justamente el objetivo cardinal del programa de rehabilitación integral del Valle de los Ingenios, impulsado desde 2009 bajo la rectoría del Ministerio del Turismo (Mintur), con la participación de más de una decena de entidades y organismos, el cual contempla la reconstrucción de inmuebles entre sus principales frentes.
Ocho de las antiguas mansiones integran la etapa inicial del proyecto, algunas ya en explotación, varias adelantadas y otras por comenzar: Buena Vista, Guachinango, Las Bocas, Algaba y Manaca Iznaga, a cargo del propio Mintur; Guáimaro y San Isidro de los Destiladeros, gestionadas por la Oficina del Conservador de la Ciudad de Trinidad y del Valle de los Ingenios, y El Abanico, responsabilidad de la Empresa Nacional para la Protección de la Flora y la Fauna.
Con vistas a rescatar en lo posible los valores ancestrales de las suntuosas viviendas y lograr su coherencia con los elementos incorporados, las acciones cuentan con el control y la fiscalización del Consejo Nacional de Patrimonio Cultural y de la Oficina del Conservador, encargados de velar por que la necesidad de generar ingresos con rapidez no termine atropellando la gallina de los huevos de oro, que sería el peor de los pecados.
Palmares no ejecutó nada, la ejecución corrió a cargo de Emprestur, empresa del Turismo que se dedica a ello, como inversionista la Unidad Básica Inversionista de Trinidad, pertenenciente a la Empresa Inmobiliaria del Turismo. En este polo de Trinidad, se acostumbra a ponerle las serpentinas a quien no mueve ni un dedo en las obras mientras se están ejecutando para el turismo. Palmares es solo es el explotador, ya dirán lo mismo cuando se les entregue la Hacienda Buenavista actualmente en fase de terminación.