“Te seleccionamos para ir a trabajar para La Habana”. Cuando le comunicaron eso corría el pasado mes de abril, ya había recibido el entrenamiento sobre la COVID-19 y lo único cierto entonces era la zozobra de estar en riesgo.
Mas, Regla Noelvis Orbera Prieto, licenciada en Enfermería, jamás se había negado a nada por azaroso que fuese el reto. Sin titubeos “aunque el temor siempre late” —me confesaría— se alistó en la brigada de 28 profesionales de la salud que por aquellos días fueron a laborar en la capital, salió del salón de operaciones en el Hospital General Provincial Camilo Cienfuegos, pero seguiría vestida de verde de pies a cabeza.
“Yo me fui primero de misión nacional. Me preparé para ir a trabajar en una zona roja, pero me tocó hacerlo en la sala de Terapia Intensiva del Hospital Calixto García —dice—. Cada tres días hacíamos 24 horas de guardia.
“Ahí dentro no teníamos tiempo de nada, hasta me intoxiqué un día, me puse una hidrocortisona y seguí trabajando. La satisfacción que me queda es que antes de irnos, de los cuatro pacientes críticos que atendimos logramos recuperar a dos que salieron de la sala”.
Durante aquel mes pondría a prueba los conocimientos de las casi tres décadas que se ha dedicado a la Enfermería, la pericia que adquiriera en la Unidad de Cuidados Intermedios del Camilo Cienfuegos, donde estuvo siete años, y “esa fue la escuela mía como enfermera” —revela— hasta que hizo el diplomado de Anestesiología y se apasionaría definitivamente por ese mundo de monitores, mesas quirúrgicas, tubos endotraquiales, ventiladores…
La Habana la despediría a ella y al resto de la brigada con la recompensa de poder sanar a otros en tierras mucho más distantes y ajenas. “Mi satisfacción es que empecé primero salvando a los míos aquí y después salí al extranjero”.
Antes, solo tuvo tiempo de venir a ver de prisa a las hijas, a los padres y al nieto en su natal Sancti Spíritus; luego, subiría por segunda vez a un avión —ya lo había hecho cuando fue a cumplir misión en la República Bolivariana de Venezuela— para aterrizar a inicios de junio en el Estado de los Emiratos Árabes Unidos.
Abu Dabi, la capital, los engulló con sus edificios altísimos, las calles populosas, su vida tan cosmopolita y su rostro primermundista. En la entrada del hotel aquel Welcome era el mejor modo de abrirles las puertas.
“Fue una experiencia única; es una ciudad bella, de primer mundo, pero hay un calor que te puedes deshidratar. Además, siempre teníamos el temor de contagiarnos, pues yo trabajaba haciendo PCR a la población, casa por casa, de los edificios que nos asignaban cada día”.
Salían invariablemente a las cuatro de la tarde y pocas veces regresaban antes de las cuatro de la mañana. Era un grupo multicultural por así decirlo: africanos, sirios, indonesios, palestinos… y los diferenciaba mucho más que el lenguaje.
“Tenían mucho recelo porque los cubanos, decían, estamos muy bien preparados y la mayoría de ellos eran técnicos o estudiantes. En los edificios, primero, la policía recogía los carnés de identidad de todos los habitantes y, luego que se rotulaban los tubos, subíamos apartamento por apartamento a hacer el PCR.
“Había casas a las que los hombres no podían entrar porque no se permitía ver a las mujeres y para nosotras hacerles la prueba ellas se viraban de perfil y se descubrían un poco el rostro”.
Y eran los trajes que se pegaban al cuerpo con tanto sudor, los tres guantes que se ponían, el gorro para el pelo, los tres nasobucos a veces.
“Eran unas escafandras como las que usaron los que combatieron el ébola. Yo pedía dos o tres trajes para cambiarme, porque en ocasiones a las seis de la mañana no habíamos terminado. Pero no hubo discriminación, ni a mí que soy negra, ni por el idioma que nos chocó porque era todo en inglés, ni por la idiosincrasia tan distinta; de aquellas personas tuvimos buena aceptación entre la población”.
Además de la cantidad de casos que decían las noticias se diagnosticaban y los tratamientos tan distintos a los nuestros que sus colegas comentaban se administraban para tratar la COVID-19, a Regla la impactó el día que visitó el centro de refugiados.
“Eran todos hombres, los sacaron a todos y los sentaron en tres filas para nosotros hacerle el PCR. Jamás habíamos visto un lugar así. No solo allí, en todos los lugares había mucho riesgo de contagio, por eso nosotros mismos creábamos las normas de bioseguridad y, por suerte, ninguno nos contagiamos, estamos sanos y salvos. Yo solo quería llegar a Cuba viva y sana”.
Y cuando el 15 de julio pasado el avión tocaba otra vez tierra cubana, a Regla de golpe le volvía el alma al cuerpo. Traía a cuestas no pocas enseñanzas.
“Se aprende que todo es sacrificio, desinterés y altruismo. Regresé con la bendición de pertenecer a la Brigada Henry Reeve y cada vez que haya una catástrofe daré el paso al frente.
“Lo digo sin que me quede nada por dentro: si volviera a nacer volvería a ser enfermera. Los años que me queden, aunque sea con un bastoncito, seguiré de enfermera; a mí me encanta el salón de operaciones”.
Y la descubro entonces vestida de verde hasta el pelo, con la risa espontánea que le brota hasta cuando habla, con las bromas para disipar tantas tensiones, con el eco del monitor de fondo y ella parada ahí, al borde de la mesa quirúrgica, en la cabecera del paciente sin separársele ni un segundo.
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