Rodeada de personas, sobre todo mujeres, que se encargaban de ayudar de las más diversas formas posibles a las familias vecinas, transcurrieron mi infancia y mi adolescencia en mi pueblito natal, allá en las proximidades de la Sierra Maestra.
Yo vi repartir, para los más necesitados, bienes que incluían desde calderos y otros útiles del hogar hasta ropa para adultos y niños. Lo hacían las personas que representaban en mi cuadra los Comités de Defensa de la Revolución, entonces naciente organización masiva, la mayor de Cuba, que como a mí ha marcado a tantos y tantos habitantes de este archipiélago.
De niños recogíamos materia prima de diversa índole —luego lo harían también mis hijas—, acompañábamos a los mayores en las guardias, aunque solo fuera por un rato, cuando aún no era tarde; llevábamos avisos de casa en casa. Eran años en que la contrarrevolución asomaba sus garras de forma violenta y directa y nuestros mayores, con los héroes de la Historia de Cuba colgados en sus paredes, en cuadros hechos a partir de recortes de revistas, no hacían otra cosa que procurarnos una infancia feliz. Pero esa misión pasaba por un requisito esencial: mantener lo conquistado hasta entonces.
Hay en la historia de los CDR que me han acompañado casi desde mi propio nacimiento una mezcla de gloria y de esperanza. Ellos han sido guardianes celosos y permanentes de la tranquilidad del barrio, barreras de contención para aquellos que se infiltraban con misiones hostiles e intentaban pasar inadvertidos, en los barrios, para los órganos de la seguridad del Estado.
Los CDR han sido también apoyo para muchas familias disfuncionales que pudieron, a base de consejos y ayuda desinteresada, salir de sus baches; sangre salida de los brazos propios para ir a otros necesitados de salvación; alegría en los momentos felices de cada quien y tristeza en los difíciles.
Este último 28 de septiembre resultó inusual. Faltaron las fiestas en las cuadras, los brindis a media noche, los calderos de esa caldosa incorporada a la celebración allá por los 90, pero que no existió siempre ni creo que deba ser una camisa de fuerza para el futuro, aunque sabe a gloria hecha con las manos de todos.
Sin embargo, sigo creyendo en la utilidad de esa organización en nuestras zonas residenciales, aunque en muchas de ellas sus estructuras se hayan vuelto mustias y funcionen solo a empujones. En otras, sin embrago, siguen casi tan vivas como décadas atrás. Todo depende del liderazgo en cada uno de los lugares, que permea todo en todas las esferas de la vida.
Desde mi balcón, veo cada noche los rostros de vecinos que aplauden por Cuba y por la vida; por el personal de Salud y por el que desde otros frentes también salva vidas; por la solidaridad entre las naciones y por el Presidente Díaz-Canel; por el Ministerio de Salud Pública y su rostro visible, el doctor Durán.
Hay rostros que no veo, pero en cambio veo manos que desde las ventanas baten palmas. Siento los corazones en sintonía, las frases de congratulación, la zozobra por las complejidades de estos días difíciles, la ayuda en la palabra y en la acción. Siento, en fin, una Cuba que no sería la misma sin esa especie de manta que nos protege a todos y está tejida con fibra de cada uno de nosotros.
Ahora, cuando la COVID-19 parece haber surgido para distanciarnos y volvernos huraños, debemos de crecernos y demostrar que se puede, aun sin abrazos y sin besos, seguir siendo los mismos, útiles unos a los otros y también al país. Basta con la disposición y la acción, con la responsabilidad, y la alerta a quienes no la practican; con el deseo, porque la esencia no ha cambiado y mucho menos la necesidad que hizo nacer la organización.
Cuba continuará, mientras no desistamos en nuestro empeño de seguir siendo soberanos, en la mira de la mayor potencia mundial, que irónica y hasta risiblemente da cada día un nuevo paso para asfixiarnos como nación, por pequeño y subdesarrollado que sea nuestro archipiélago.
Por eso los Comités de Defensa de la Revolución nuestros jamás perderán la esencia con la que fueron creados en aquellos momentos de conmoción popular, cuando la voz enardecida de Fidel anunció en medio de su discurso, tras su regreso de Naciones Unidas y ante las provocaciones enemigas, que hacían detonar petardos en la Habana: “Vamos a establecer un sistema de vigilancia revolucionaria colectivo”.
Ya se ha demostrado con creces que en estos 60 años se ha hecho mucho más que vigilar. No dejemos jamás que esa obra muera, porque representa, si nos detenemos a analizarla bien, la esencia misma del cubano y de su idiosincracia.
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