María Luisa Romero Fernández formó parte del Movimiento 26 de Julio en Cabaiguán, organización creada por Fidel en 1955, a partir del asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes.
Para esta mujer, hoy con 85 años y conocida en la clandestinidad como Deyanira, cada cual tuvo sus motivaciones para incorporarse a la Revolución, y en su caso, fueron los constantes asesinatos de jóvenes del pueblo y el sadismo de sus verdugos.
¿Cómo se inicia usted en las actividades contra el régimen?
Empecé vendiendo bonos. Un día le vendí un bono a un combatiente de los Concepción. Yo trabajaba por entonces en el taller La Tomasita, y el capitán Mirabal, un connotado asesino, venía a desayunar todos los días a la cafetería El Gallito. El hombre me dijo: ‘Ahí le voy a echar yo el bono’. Le respondí: Tú estás loco, si te agarra… y me replicó: “No te preocupes”, y fue y se lo echó.
Yo trabajaba con mis compañeros de siempre, uno que vivía enfrente de mi casa, nombrado Lalo Pumarada. Pronto fui contactando con nuevos compañeros, como el doctor Vera, Abilio Magdaleno y muchos otros. El doctor Vera iba a las reuniones en Sancti Spíritus y me llevaba en su máquina para que pareciera que éramos pareja. En otra ocasión me llevaron a Cienfuegos a buscar una pistola calibre 45 para el Che.
¿Cuándo y en qué circunstancias conoce usted al Che?
Al Che lo conocí el 3 de noviembre de 1958 en Santa Lucía. Nuestra gente se entera de su presencia allí y uno de nuestros compañeros dijo: “Vamos a conocer al Che”. Figúrese, estaban los guardias apostados en varios lugares del trayecto, y el joven replicó: “No importa, les decimos que vamos a un cumpleaños”. Salimos para allá y al pasar la primera posta, los guardias nos gritaron: “Tengan cuidado, que dicen que los barbuses andan por ahí”. Nosotros nos echamos a reír.
¿Qué impresión le causó el Guerrillero Heroico?
No le puedo explicar, porque él era una gente muy discreta. Cuando llegamos allí estaba todo el pueblo afuera, nos condujeron como presos y nos llevaron a una escogida.
Cuando entramos, lo vimos comiendo un pedazo de queso. ¡Yo admiré tanto al Che! Yo le confío que admiré al Che tanto como admiré a Fidel. Ahí estuvimos un rato con él y después nos fuimos. Él programó una entrada a Cabaiguán para el 21 de noviembre, que fue el día que rebeldes bajo su mando se llevaron una planta transmisora, y una rastra entera de víveres.
Quiero decir que esa noche dos compañeros y yo fuimos a Cuatro Esquinas y allí los esperamos. Cuando llegaron, alguien comentó al vernos: “Mira, una mujer, una mujer”. Me cargaron y pusieron arriba del capó del yip del Che. Ahí ellos acordaron cómo hacer la entrada aquí y otros detalles, y mis compañeros y yo entramos con él en el yip hasta el cementerio.
Les explicamos dónde estaban las postas de los guardias, cuántos había más o menos y por donde podían entrar, cosa que habíamos estudiado por el día. Luego nos dividimos en dos grupos y cada uno entró en Cabaiguán por lugares diferentes.
¿Cuándo vio el peligro más de cerca?
Lo vi muchas veces. Era ya nuestro modo de vida y mi mamá me esperaba cada día en nuestra humilde casita, angustiada, llena de pánico. Por ejemplo, un día me traen dos sacos de yute, uno grande con algunas cosas y otro con armas. Eran mi hermano y tres mujeres, y me dicen: “Mañana hay que llevar esto para allá —para las lomas—”. Teníamos que entrar por El Maguey, y cuando pasamos por Sancti Spíritus, íbamos, Lalo el chofer, mi mamá al lado de él, una hermana mía y dos amigas del barrio y yo. Esa noche no dormí.
Yo tenía una saya ancha y me hicieron una sayuela con unas cananas, las llenaron de balas, y me montaron en el yip; las armas iban en el suelo y llevábamos un caldero grande con un chilindrón para simular que íbamos para una fiesta, entonces nos cayó atrás un yip de guardias, nos alcanzaron y las mujeres empezamos a satear con ellos y la que más sateaba era yo.
Les explicamos que íbamos para una fiesta y no sé qué cosa, hasta que seguimos en el vehículo y ellos continuaron detrás de nosotros y no se separaban, pero, al fin, poco antes de llegar a El Maguey, doblaron hacia la izquierda y nosotros continuamos camino. Cuando llegamos, allí estaba la tropa de Enoel Salas. Ellos me bajaron del yip, y me sacaron toda la carga que llevaba oculta, estuvimos un rato allí y después nos fuimos.
Escaparon por poco. ¿Sabían que si los capturaban había pocas posibilidades de que salieran con vida?
No teníamos la menor duda, pero aquello era cosa de todos los días. Mire, una tarde, no recuerdo si fue cuando el ataque al cuartel de Güinía, le dieron un tiro a un hombre y le sacaron las tripas. Había que llevar a un cirujano para que lo operara. Entonces trajeron al cirujano a mi casa y nos fuimos para allá como las cinco de la tarde en un pisicorre viejo que teníamos para el trasteo.
Íbamos cargados con medicinas, plasma, bisturíes y todo lo que se requiere para una operación, conseguidos en los hospitales de aquí. Delante de nosotros iba un compañero —que ya murió— en un caballo, y nos dijo: “Si ustedes ven que me quito el sombrero, es que hay una posta’, pero tuvimos suerte, no había ninguna, y seguimos. El hombre fue operado y se salvó.
Pero a las once de la noche, cuando regresamos, había un retén y nos salieron unos guardias. Nos hicieron bajar del vehículo, sacaron todo lo que llevábamos y lo registraron. Cuando acabaron de registrar, pasado un rato, nos dejaron ir. ¡Qué susto!
¿Fue ese el mayor peligro por el que pasó?
¡Qué va! Yo lo creía así, pero un día como a las diez de la mañana cuando nos dirigíamos a la Comandancia del Che en El Pedrero, al pasar de Santa Lucía en el carro, nos localiza una avioneta a la que le decían La Chismosa, y esta nos echó encima a los B-26, los que empezaron a ametrallar y hasta tiraron un bombazo. Felizmente, el follaje nos protegió y logramos escapar.
Cuando llegamos al campamento del Che en El Pedrero ocultamos el carro y cuando pasaban los aviones los rebeldes les tiraban. Los compañeros que estaban por allí se escondieron en un hueco, pero yo me quedé mirando para ver para dónde cogía aquel aeroplano. Aquel día fue tremendo, las balas dando detrás de mis botas y yo a toda velocidad, buscando refugio, hasta que me colé en la cocina y no me tiraron más. Parece que me les perdí por los árboles.
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