“Casi parece hecha ayer” es la impresión de quienes, transcurrido más de medio siglo de su proclamación el 2 de septiembre de 1960 en la histórica Plaza de la Revolución de la ciudad de La Giradilla, vuelven al contenido de la Primera Declaración de La Habana, adoptada en respuesta al documento emitido en la VII Reunión de Cancilleres de la Organización de Estados Americanos (OEA), efectuada en San José de Costa Rica bajo la batuta de Estados Unidos para condenar a Cuba.
Gobernaba al imperio por entonces el general de cuatro estrellas Dwight D. Eisenhower, jefe militar de los aliados occidentales durante lI Guerra Mundial y acérrimo anticomunista, en un mundo signado por la llamada Guerra Fría, donde las “democracias” lideradas por Washington perseguían igual objetivo capital de Hitler: eliminar a la URSS para poder luego, sin oposición, dominar el mundo.
Hacía poco que el vicepresidente Nixon había sugerido a Eisenhower sacar a Castro del poder por cualquier vía, al considerarlo difícil de manejar —entiéndase, domesticar—, y reconocer su ascendencia sobre el pueblo cubano, lo que lo hacía peligroso para los intereses de la superpotencia en lo que consideraba su patio trasero, bajo la abominable Doctrina Monroe.
Por eso, cuando a finales de agosto de 1960 se convoca el conciliábulo de ministros de Relaciones Exteriores en la capital tica, la orden de destruir a la Revolución cubana ya estaba dada, y a aquella cohorte de títeres oligárquicos del Imperio, presididos por Christian A. Herter, el secretario de Estado de Estados Unidos, le correspondía aprobar una Declaración de condena contra Cuba, acusándola de instaurar en América un régimen comunista y tener entre sus objetivos destruir la “unidad americana”.
El infame mamotreto perseguía dar el soporte político para las medidas de estrangulamiento que ya se implementaban en Washington contra la patria de Martí y Fidel, como el apoyo a la contrarrevolución interna, los sabotajes y planes de atentado y la supresión de la cuota azucarera, entre otras.
Pero, más que eso, en el supuesto de que la Revolución martiana y fidelista no sucumbiera a los primeros embates, como si había ocurrido con otros procesos políticos en otras partes del subcontinente, ya estaba en marcha en Guatemala, Nicaragua y Honduras, la preparación de bases y el entrenamiento de mercenarios, que, en una reedición de lo acontecido en el primero de esos países en 1954, ahogara en sangre los arrestos emancipadores de su pueblo.
Consciente de tales siniestros designios, la excepcional luz larga política de Fidel le indicó que solo con la fuerza del pueblo unido se podía enfrentar y derrotar aquella concertación de infames vende patrias liderados por Washington, a quienes, como recompensa, les repartió 600 millones de dólares en prebendas, aparte de la concesión a algunos de aquellos países, de la cuota azucarera arrebatada a la isla.
De ahí la idea del joven primer ministro de convocar a los habitantes de la Capital en representación de todo el pueblo cubano, para, en Asamblea Nacional General del Pueblo de Cuba, aprobar la Primera Declaración de La Habana, que daría respuesta contundente a la Declaración de San José de Costa Rica.
Inició Fidel el masivo acto —que contó con la asistencia de un millón de compatriotas— con un encendido y medular discurso en el cual explicó a los reunidos los entretelones de la conspiración de San José, la que, en esencia, quería mantener encerrados en el redil imperial a todos los pueblos de América Latina con la cooperación de sus oligarquías, y que se pronunciaba por el uso de la fuerza contra cualquiera que intentara redimirse, como era el caso de Cuba.
Una vez concluidas sus aplaudidas palabras, Fidel dio lectura al histórico texto, luego aprobado a mano alzada por los presentes, en el cual se rechazaba de plano el mamotreto de la capital costarricense, se proclamaba la decisión irrevocable del pueblo cubano de ser libre e independiente, se defendía el derecho de Cuba a tener relaciones con la URSS, China y otras naciones amigas, y se denunciaba a los gobiernos venales de la región por su bochornosa sumisión al imperialismo yanqui.
La Declaración de La Habana, encendida en su letra y espíritu, condenaba en los más duros términos el intervencionismo del imperio y sus peleles, al expresar en un párrafo de su acápite segundo:
Esa intervención, afianzada en la superioridad militar, en tratados desiguales y en la sumisión miserable de gobernantes traidores, ha convertido, a lo largo de más de cien años, a nuestra América, la América que Bolívar, Hidalgo, Juárez, San Martín, O’Higgins, Sucre, Tiradentes y Martí, quisieron libre, en zona de explotación, en traspatio del imperio financiero y político yanqui, en reserva de votos para los organismos internacionales, en los cuales los países latinoamericanos hemos figurado como arrias del “Norte revuelto y brutal que nos desprecia”.
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