Dolorosos y arduos como los literarios partos de los montes, así son los procesos de recuperación de la democracia en la extensa área geográfica que abarcan la América Latina y el Caribe, con sus más de 560 millones de habitantes y cerca de 20 millones de kilómetros cuadrados, en los cuales las oligarquías nacionales hicieron retroceder en un plazo brevísimo las conquistas de los gobiernos de izquierda en beneficio de los pueblos.
Con un esfuerzo concertado desde inicios del siglo XXI, líderes como el cubano Fidel Castro, el venezolano Hugo Chávez, el argentino Néstor Kirchner, el boliviano Evo Morales, el ecuatoriano Rafael Correa, el brasileño Luiz Inazio Lula y el nicaragüense Daniel Ortega, llevaron la voz cantante de un activo movimiento integrador en esta amplísima zona, que dio como frutos el surgimiento de la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), así como la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA-TCP).
Viéndolo en términos geopolíticos, el auge de esta última es de alguna manera causa y efecto de la derrota en Mar del Plata, Argentina, en 2005, del engendro diseñado por Estados Unidos y bautizado Alternativa de Comercio para las Américas (ALCA), cuyo objetivo era uncir al carro neoliberal liderado por Washington a las economías del subcontinente, que según los puntos de su articulado, debían ceder la soberanía sobre sus empresas y recursos en beneficio de las grandes transnacionales.
Caso curioso, la patria de Gardel venía de superar el triste período dejado por gobiernos que como los de Carlos Saúl Menem y Fernando de la Rúa, con su debacle económica y sus “corralitos financieros”, habían arruinado a uno de los países más potencialmente ricos de Hispanoamérica para convertirlo en insolvente hervidero de tensiones sociales, situación que los gobiernos kirchneristas lograron revertir a partir del 2002 con sus políticas proactivas.
La vida ha demostrado que si bien aquella ola neoliberal de los 90 terminó en la región con el desastre argentino de 2001, fueron los triunfos de Andrés Manuel López Obrador en México (2018), y de Alberto Fernández (diciembre 2019) en el país gaucho, la señal primigenia de resurrección democrática al sur del río Bravo, luego de los golpes parlamentarios contra el hondureño Manuel Zelaya (2009) y el paraguayo Fernando Lugo (2012).
Oligarquía al fin, la de nuestro entorno no ha querido ceder el mando según las reglas del juego que ella misma, con sus constituciones burguesas, había instrumentado y ha acudido por ello a todo tipo de subterfugios y golpes bajos para impedir la llegada o la vuelta al poder de las fuerzas progresistas, pues a los putsch parlamentarios en Honduras y Paraguay se añadió el orquestado contra la brasileña Dilma Rousseff (2016) y, en el propio país, la criminalización sin pruebas del ex presidente Lula y su reclusión para impedir que ganara las elecciones en que resultó electo el cavernario Jair Bolsonaro.
En tal contexto, caídos en manos de la derecha, Paraguay, Brasil, Honduras y otras naciones americanas, sobrevino en Ecuador la traición de Lenín Moreno, personaje llegado al poder a la sombra del entonces presidente Rafael Correa y su partido de la Revolución Ciudadana, que no tardó en entregar su país a los intereses extranjeros y principalmente estadounidenses, haciendo posible que muchos Estados actuaran en bloque en el marco de la OEA contra todo lo que oliera a progresista en este continente, tal es el caso del Grupo de los 21 y su ensañamiento contra Venezuela.
Por si fuera poco, la oligarquía boliviana orquestó a finales de 2019 un golpe de estado contra el presidente Evo Morales —quien ganó en noviembre del pasado año las elecciones que garantizaban su reelección—amparándose en errores del propio Evo y su Partido Movimiento al Socialismo (MAS), así como en la injerencia descarada de la OEA bajo la tutela del renegado del Frente Amplio uruguayo Luís Almagro, hoy incondicional servidor del Imperio.
Ni cortos ni perezosos, los representantes de las oligarquías en el poder comenzaron su obra destructiva contra las instituciones del sistema de integración creado por los gobiernos de izquierda, como la UNASUR y la CELAC, vaciándolas de contenido, además de haber debilitado el ALBA con la salida de Ecuador y Bolivia.
Afortunadamente y de manera paradójica, la derecha de Bolivia, que acaba de rendir culto a los hombres que asesinaron al Che, luego de haber arruinado el país y dejarlo sumido bajo los embates de una desbordada pandemia de Covid-19, ha marcado el punto de inflexión de la adversa situación creada en el subcontinente, con su estrepitoso fracaso en las urnas del 18 de octubre pasado, cuando la dupla compuesta por Luís Arce y David Choquehuanca superó al derechista Carlos Mesa por más de 26 puntos.
Ello ha resultado un golpe muy fuerte para el “prestigio” de la OEA, pues demostró que la insinuación de fraude hecha por Almagro a mediados de noviembre de 2019 no tenía fundamento alguno y que fue formulada con toda mala idea para dar argumentos a los aprestos golpistas contra Evo que terminaron con su renuncia forzada y abandono precipitado del país, con el concurso de México, bajo la amenaza de su inminente asesinato.
Y decimos que lo ocurrido en Bolivia se proyecta como parteaguas, porque con toda apariencia forma parte de un movimiento pendular en el cual las oligarquías de nuestro entorno han agotado ya hace mucho sus posibilidades en el poder, en lo cual la pandemia de Sars-Cov 2 aparece como el último clavo en el ataúd de sus aspiraciones.
Veamos si no la crisis entre el presidente Vizcarra, acusado de corrupto, y el Congreso Nacional en el Perú; la creciente crisis de Colombia, donde el presidente Iván Duque ve mermada su ya escasa popularidad en medio de un clima enrarecido por manifestaciones, represión y el pérfido asesinato de líderes sociales y ex guerrilleros de las FARC; la situación en la que fuera impasible Costa Rica, sacudida por protestas populares, y los casos de Ecuador y Chile, que merecen mención aparte.
Decimos esto porque en el país del centro del mundo, el traidor Moreno se las ve negras por el azote desbordado de la Covid, que su gobierno no supo o no quiso prever ni combatir de forma oportuna, al tiempo que se aproximan elecciones en las que el joven Araúz, que sustituyó al inhabilitado líder de su partido, Rafael Correa, tiene posibilidades reales de triunfar y terminar con sus seis años de desatinos desde el Palacio de Carondelet.
Finalmente, el tema de Chile, donde el Sí acaba de triunfar con un 78 por ciento de los sufragios en el plebiscito para aprobar o no la convocatoria a una nueva Constitución, después de masivas manifestaciones, es señal del cambio de signo político en el continente, donde naciones como Brasil, el propio Chile, Perú, Bolivia y Ecuador, entre otros, dependen económicamente hoy más del comercio con China y la Unión Europea que con Estados Unidos, quien ha apoyado con todo su potencial a las fuerzas reaccionarias en su afán por reimplantar la excluyente y extraterritorial Doctrina Monroe.
A ese dominio omnímodo a costa de nuestros pueblos es a lo que Donald Trump llama “hacer a América grande de nuevo”. Hacia ese ser abominable miran serviles los oligarcas americanos para hacerle guiños y esperar instrucciones, pero él mismo está a punto de ir a parar al basurero de la historia el próximo 3 de noviembre.
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