Mitad de mañana. Ya habían pasado visita, así que Vania Hernández Toledo, una joven de 28 años, quien se desempeña como auxiliar pedagógica en la escuela primaria Obdulio Morales, de la cabecera provincial, accedió al diálogo con Escambray.
“El jueves primero de octubre amanecí con un dolor de cabeza muy grande, muy grande, que no se compara con nada. Me empezó a dar fiebre, primero de 37 y medio, después de 38. A eso de las 6:00 p.m. fui para el Policlínico Norte; me indicaron unos análisis y la doctora determinó que yo era sospechosa de dengue”, comienza su recuento.
“Me ingresaron en el Politécnico de la Salud y al día siguiente le avisaron a una muchacha que había allí, en otro cubículo, que era contacto de un caso confirmado. A raíz de eso se la llevaron a ella y nos hicieron a todos los demás la prueba de PCR; tres dimos positivo. El resultado estuvo el domingo en la noche e inmediatamente me trasladaron para el Hospital de Rehabilitación.
“Supongo que entré ahí con el virus. No tengo idea de cómo lo cogí, imagínese que yo todos los días tomo la guagua para ir a trabajar; soy auxiliar pedagógica en un aula de cuarto grado, había terminado con los niños en la escuela el martes”, prosigue su narración, en la que no oculta su impaciencia por confirmar que todos sus alumnos están bien, al igual que su niña, con una parálisis cerebral infantil (PCI) y habitualmente atendida en el Hogar de Impedidos Físicos y Motores.
Al momento del diagnóstico ya habían desaparecido la fiebre y el dolor de cabeza, pero permanecía sin los sentidos del gusto y del olfato. “Yo no olía nada ni sentía el sabor de ningún alimento, lo más que lograba definir es si era dulce o salado, pero hasta ahí”, especificaba. Gracias a un tratamiento al que no hizo reacción adversa alguna, para asombro de todos a su alrededor, aquel día ya podía oler y saborear con relativa normalidad.
“Ahora me siento perfectamente, estoy reaccionando bien a los fármacos que me suministran: Caletra, Cloroquina e Interferón. La atención es inmejorable. Los médicos y las enfermeras nos dan vueltas varias veces por día, nos cambian el nasobuco, nos traen a la cama desayuno, almuerzo, comida y meriendas.
“Aquí me dicen que yo tengo estómago de hierro. Como con buen apetito. La comida incluye proteína: carne de cerdo, pollo y res; también nos dan helado, yogur natural, leche y huevo en el desayuno”, detalla.
En dos centros de aislamiento permanecían sus siete contactos, todos familiares, incluyendo a su abuela y a su hija Natalie. Su mayor preocupación eran los resultados de los PCR, todavía pendientes. De ellos se derivarían otros contactos, como las auxiliares pedagógicas que cuidan a Natalie, quienes permanecían aisladas en sus casas.
“Yo les mando un mensaje a las personas de que se cuiden, porque eso está en la calle. Como hay enfermos asintomáticos, ya no se sabe quién tiene la COVID-19 y quién no. Por lo tanto, hay que protegerse y no tocar nada. Y cuando llegues a tu casa, enseguida lavarte las manos, porque el nasobuco te protege, pero si tocaste algo y te lo quitas sin lavarte las manos, ya te lo pegas”, razona, en busca de que nadie más se vea en su situación.
Todavía revisa cada movimiento suyo en aquellos días previos, como queriendo establecer qué fue lo que le falló. “Yo siempre me cuidé, nunca me quité el nasobuco en la calle, no sé por qué me sucedió esto; tal vez me lo pegó alguien que pasó por mi lado y lo tenía, o a lo mejor fue en mi casa, donde una de mis tías, esposa de mi tío, resultó positiva; no sé. Siempre traigo y uso mi gel de manos”.
En espera del resultado de su segundo PCR estaba aún Vania, una joven contagiada con el SARS-CoV-2 sin fuente de infección definida, cuyo caso puede ayudarnos a abrir más los ojos, en aras de que esta pandemia que tiene ahora mismo en jaque al territorio espirituano cese en su expansión.
Cloroquina!!!!!!