En Jobo Rosado rebautizó para siempre a Manolo Matojo y a Personita, dos de los combatientes más queridos de la tropa, quienes literalmente perdieron sus nombres cuando lo conocieron; en Juan Francisco le rogó a Rosalba, la guajira más bonita de la comarca, «que no le creyera a nadie más», que el único soltero que habitaba en toda la columna era él; y en Yaguajay, cuando la caña se puso a tres trozos y el Che con su humor argentino le ofreció la boina para que pudiera tomar el cuartel, él le respondió con toda la agudeza del mundo: «Mejor coge tú mi sombrero para que rindas a Santa Clara».
El periodista Guillermo Cabrera Álvarez lo definió como El hombre de las mil anécdotas y el Che Guevara se inventó el término «Camiladas» para referirse al inventario de ocurrencias, de burlas y a esa gracia criolla que su amigo iba dejando a lo largo de aquella guerra, en la que, –valga la coincidencia– él mismo lo consideró también como el combatiente más brillante, «el Señor de la Vanguardia».
Desconectado del Movimiento 26 de Julio y de la Generación del Centenario, el Comandante que este seis de febrero estaría cumpliendo 89 años fue de los últimos en alistarse en el Granma, pero de los primeros en domar la Sierra: combatió en La Plata, en Arroyo del Infierno y en Altos de Espinosa; estuvo en el Uvero y en Pino del Agua resultó herido de gravedad.
Por sus méritos personales, no por la casualidad, Camilo se convirtió en el primer jefe guerrillero que salió a enfrentar al ejército batistiano fuera de la muralla natural que representaba la Sierra Maestra, un mandato de Fidel que lo llevó hasta las puertas de Bayamo y lo contagió con el mito cuando, rodeado y en total inferioridad numérica y en armamento, salió ileso del combate de Monte la Estrella.
«Más fácil me será dejar de respirar que dejar de ser fiel a su confianza», le escribió presuroso a Fidel, cuando conoce de su ascenso a Comandante el 16 de abril de 1958, acaso en el ensayo de la misión más riesgosa que enfrentaría en toda la guerra: la conducción hasta Las Villas de la columna que llevaba el nombre de Antonio Maceo unos meses después.
La confianza de Fidel en su conducta y en su liderazgo y la lealtad de Camilo a su jefe y a la Revolución, deliberadamente manipuladas por el enemigo, trascienden el episodio de Columbia con aquel «Voy bien, Camilo» del 8 de enero de 1959 o la pintoresca anécdota en el Estadio del Cerro, el 24 de junio del propio año, cuando quedó claro que «contra Fidel ni en la pelota». Él se encargó de hacerlo todavía más explícito dos días antes de desaparecer, cuando frente al palacio Presidencial, en lo que se considera su testamento político y último discurso le recordó a Cuba que «estos campesinos, estos obreros, estos estudiantes que hoy vienen a este Palacio, nos dan las energías suficientes para seguir con la Revolución, para seguir con la Reforma Agraria, que hoy no se detendrá ante nadie ni ante nada».
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